“Dicen que él tiene una novia nueva en la ciudad, mientras que su esposa sigue levantándose a las cuatro de la mañana para cosechar verduras y enviarle dinero.”
Rosa no entendía por qué, aunque su esposo se había ido del pueblo hace cuatro años, ella seguía creyendo y esperando.
Rosa se casó con Juan cuando tenía apenas veintiún años. Él soñaba con ser ingeniero. Ella asintió sin dudar.
“Yo voy a cultivar verduras y criar cerdos. Tú solo sigue estudiando,” le dijo.
Cada día, Rosa se levantaba temprano, con su sombrero de ala ancha, iba al campo a cosechar verduras, cuidaba a los pequeños cerdos, todo para enviar dinero a Juan en la ciudad. El canto de los pájaros, el olor a tierra húmeda y sus suspiros se mezclaban con su silencioso esfuerzo.
Juan, en la ciudad, enviaba cartas llenas de cariño: “Extraño la comida que haces,” “Compré esta camisa, espero que te guste.” Pero con el tiempo, las cartas se volvieron escasas y finalmente solo recibió un mensaje corto: “Estoy ocupado estudiando, no envíes mucho dinero.”
La gente del pueblo comenzó a murmurar: “Seguro se olvidó de su esposa campesina.” Rosa solo sonreía, sin decir palabra.
Un día, Rosa decidió ir a la ciudad con comida casera. Al llegar, observó desde lejos: Juan reía y hablaba con otra mujer, una mujer de ciudad, elegante.
El corazón de Rosa se rompió, dio la espalda sin decir palabra y regresó a su pueblo.
Pasaron los años, sin noticias ni llamadas de Juan. Los vecinos decían que la había abandonado y que Rosa solo tenía su soledad y su tierra pobre.
Hasta que un día lluvioso, alguien tocó la puerta. Era Juan, empapado, con una vieja libreta en las manos.
Le entregó la libreta a Rosa y dijo: “Léela.”
Dentro estaba el diario que relataba cada peso que ella le había enviado, cada comida que le había mandado y cómo él añoraba su pueblo sin atreverse a llamarla por vergüenza.
Escribió: “Si lees este diario, es porque tuve el valor de regresar junto a la única que nunca me abandonó.”
Rosa lloró, no de enojo, sino de comprensión. Le preguntó dulcemente: “¿Ya desayunaste?”
Él sonrió: “No.”
“Entonces siéntate, verduras cocidas con huevo, como antes,” dijo ella.
Se sentaron juntos, entre el olor a tierra mojada y la luz suave de la tarde, sus corazones latiendo al unísono con un amor que había superado las dificultades.
“Algunos eligen irse lejos para perseguir un sueño. Otros se quedan, sembrando verduras cada día — para que ese sueño nunca muera.”