“Deberías casarte con Diego, aunque tenga un problema en la pierna, es buena persona y te quiere de verdad.”

A mis 40 años, yo — Sofía — nunca pensé que me casaría. Toda mi juventud se había consumido en amores fallidos: unos me traicionaban, otros me veían solo como un refugio temporal. Mi madre suspiraba cada año, hasta que un día me habló casi suplicando:
“Deberías casarte con Diego… aunque tenga una pierna con discapacidad, su corazón es puro. Te quiere de verdad.”
Diego era mi vecino, cinco años mayor que yo, con la pierna derecha dañada desde un accidente cuando tenía 17 años, cojeaba al caminar. Vivía con su madre anciana, era tranquilo, callado, trabajaba reparando aparatos electrónicos en casa. Todos decían que me había querido por años, pero nunca se había atrevido a decirlo.
Pensé: “Ya tengo 40 años, no hay tiempo para esperar a alguien perfecto.” Y así, en una tarde lluviosa y melancólica, acepté.
No hubo vestido de novia, ni flores; solo unas cuantas mesas con comida sencilla. Su madre — una señora de más de 70 años — me tomó de las manos con lágrimas:
“Él tiene una pierna dañada, pero Dios lo compensó con un corazón enorme. No te sientas en desventaja, hija.”
Solo sonreí, sin decir nada. Pero en el fondo, estaba inquieta. Una novia de 40 años casándose con un hombre con discapacidad… sonaba más triste que alegre.
La noche de bodas, me acosté inmóvil, con las manos temblando. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina. Diego entró a la habitación, cojeando, con un vaso de agua en la mano.
“Tómalo, así te calmas un poco,” dijo, con voz suave como el viento.
Lo miré y asentí. Con cuidado me tapó con la cobija, apagó la luz y se sentó al borde de la cama. El silencio era casi sofocante. Cerré los ojos, esperando algo indefinido entre miedo y expectativa.
Pero entonces lo escuché susurrar:
“Duerme, Sofía. Sé que no me amas. No necesito nada, solo que estés aquí, que no te vayas.”
Abrí los ojos y vi en su mirada una tristeza profunda.
Se levantó y se sentó en una silla de madera, quedándose allí toda la noche. Y de repente entendí: tenía miedo de asustarme, de lastimarme. En esa habitación fría, mi corazón se calentó un poco.
Con los días, fui acostumbrándome. Diego se levantaba temprano, preparaba café y comida para su madre, y trabajaba reparando aparatos. Cada noche esperaba a que llegara, con la cena lista, preguntando:
“¿Hoy estás cansada?”
Al principio solo asentía. Con el tiempo, mi corazón comenzó a ablandarse. No decía palabras bonitas, pero cada pequeño gesto estaba lleno de cariño y paciencia.
Una vez me enfermé. En medio de la noche, me cargó hasta la clínica bajo la lluvia, cojeando con esfuerzo. El doctor, al verlo, se emocionó:
“Él te quiere de verdad.”
Yo lo miraba, mientras me limpiaba el sudor de la frente, y no pude contener las lágrimas.
Un día, mientras ordenaba la casa, encontré un viejo expediente en el fondo de un cajón. Dentro había decenas de recibos de donaciones al “Hogar de Niños San José” — un orfanato donde yo solía hacer voluntariado años atrás. El remitente: Diego Ramírez.
Me quedé sin aliento. Nunca me había contado eso.
Esa noche le pregunté. Se sorprendió, luego sonrió:
“Fui acogido allí cuando era niño. Mi madre ahora es mi madre adoptiva. Quise ayudar a niños como yo, aunque sea un poco.”
Me quedé atónita. Toda mi vida pensé que yo había sido la que sacrificaba, pero aquel hombre cojo tenía un corazón inmenso.
En otra ocasión, llegué a casa temprano y lo vi sentado frente a la mesa, quitándose la prótesis de la pierna, masajeando el miembro dañado por el accidente. Tomó una foto vieja — era mía, de cuando tenía 25 años, repartiendo regalos en el orfanato. En la parte inferior, una nota escrita a mano:
“Gracias, Sofía, por ser la primera persona que me sonrió.”
Mi corazón se encogió.
Entré y lo abracé desde atrás. Se sorprendió, y yo susurré entre lágrimas:
“Perdóname… nunca entendí tu amor.”
Se giró, con los ojos brillando:
“Solo necesito que estés aquí ahora.”
Desde esa noche, ya no se quedó en la silla. Tomó mi mano con fuerza, como si temiera que desapareciera. Y yo, por primera vez, me sentí protegida — aunque él solo tuviera una pierna sana.
Tres años después, su madre falleció. Nos mudamos a una casita pequeña, abrimos un taller de reparación de electrónicos y acogimos a algunos niños huérfanos para que nos ayudaran. No éramos ricos, pero éramos felices y tranquilos.
Una mañana, Diego estaba sentado en el porche, sonriendo:
“Si hubiera otra vida, aún cojearía… solo para encontrarte antes.”
Reí entre lágrimas, sosteniendo su mano con fuerza.
Porque finalmente entendí: la felicidad no viene de estar con alguien perfecto, sino de ser amado por alguien que ve tu corazón, con todas sus imperfecciones.
Conclusión:
La gente decía que me “casé por compromiso”, pero solo yo sabía que aquella cobija de la noche de bodas ocultaba un corazón gigantesco.
Y yo, mujer de 40 años que creía haber perdido el amor, aprendí la lección más simple:
“A veces, la felicidad no está en elegir a la persona más hermosa, sino en ser elegida por quien te ama de verdad.”