Cuarenta años de matrimonio. Cuarenta años de domingos de misa, de lavar calzoncillos agujereados que él se negaba a tirar porque “todavía sirven”, de sopas recalentadas y aniversarios olvidados.
Cuarenta años de matrimonio.
Cuarenta años de domingos de misa, de lavar calzoncillos agujereados que él se negaba a tirar porque “todavía sirven”, de sopas recalentadas y aniversarios olvidados.
Y terminó así: él marchándose con una de veinte, mientras yo me quedaba en la puerta con la bata de flores, la dignidad hecha trizas, y la perrita Lupita mirándome como diciendo: ¿Y ahora qué?
—No es lo que parece —balbuceó Roberto, acomodándose nervioso el cinto como si su problema fuera que los pantalones se le cayeran.
—¿Ah no? ¿Entonces qué es? ¿Una excursión educativa? —le disparé, cruzándome de brazos, sosteniendo apenas las lágrimas con la fuerza de una mujer que ha pasado por partos, epidemias de piojos en la escuela y visitas sorpresa de la suegra.
Él suspiró, como si la víctima fuera él.
—Necesito… buscar mi felicidad, Clara.
Mi felicidad.
¡Mi felicidad! Después de cuarenta años de repartir la suya a cucharadas, ahora resulta que se le había perdido.
—¿Y tu felicidad estaba escondida en una escuelita de modelos? —pregunté, sonriendo como se sonríe cuando ves al perro del vecino haciendo caca en tu jardín.
—No lo entiendes…
—¡Claro que lo entiendo, Roberto! —grité, mientras Lupita se escondía bajo la mesa—. Entiendo que te dio un ataque de “viejo ridículo” y ahora andas buscando likes en Instagram.
Él metió dos camisas más en la valija, esa misma valija azul con la que juró que “sólo iba a un retiro espiritual” el verano pasado. Qué idiota fui.
—Te juro que esto no tiene nada que ver contigo —dijo, como si eso fuera un consuelo.
—¡Ah, no! ¡Claro! ¡Yo soy un daño colateral, nada más! ¡Una señora de la limpieza a la que se le terminó el contrato!
Me miró, culpable, pero con esa cobardía con la que había manejado todo en su vida. Siempre a medias, siempre esquivando, siempre dejando que otros hicieran el trabajo sucio.
Yo. Yo había hecho el trabajo sucio.
Criar a los hijos. Cuidar a su madre cuando enfermó. Armar la casa, estirando cada peso como chicle barato. Sonreír en las cenas familiares donde su único aporte era contar el mismo chiste malo de siempre.
Y ahora me quedaba con lo que sobraba: las paredes vacías, las cuentas impagas y una pensión miserable que no alcanzaba ni para comprar café de verdad.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —le pregunté, tragándome las lágrimas a cucharones.
Él se encogió de hombros.
Se encogió de hombros.
Después de todo, ¿qué más podía esperarse de un hombre que creía que la mejor manera de arreglar una discusión era fingir que estaba dormido?
Se fue. Sin drama, sin despedidas heroicas.
El portazo sonó más triste que todas las películas de domingo a la tarde juntas.
Me senté en el sillón roto que él nunca quiso cambiar (“todavía aguanta”, decía) y me quedé ahí, escuchando el tic-tac del reloj, pensando que ese tic-tac era el sonido de mi nueva vida empezando… o de mi paciencia terminándose.
Lloré un rato. Me permití ese lujo.
Pero después, me soné la nariz con una de sus viejas camisetas (qué ironía) y me puse de pie.
—Vamos, Lupita —dije, agarrando las llaves y el monedero—. A ver si encontramos una vida mejor que la que nos dejó este inútil.
Lupita movió la cola. Alguien tenía que hacerlo.
Mientras bajaba por las escaleras, me reí. No un poquito. Me reí de verdad, con esas carcajadas feas que salen del estómago y de las heridas.
Porque si a los sesenta y cinco me dejaban en la calle, con la autoestima por el piso y una hipoteca que parecía más grande que la muralla china… lo mínimo que podía hacer era reírme.
Al menos así, cuando el destino viniera a rematarme, me encontraría con los dientes afuera.
Y de paso, capaz que me encontraba una oferta de helado dos por uno. Porque si el mundo se estaba cayendo a pedazos, mínimo que me agarrara con un pote de chocolate en la mano.
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