Cuando entré al salón ese lunes, todos se quedaron mirándome. No era para menos: llevaba una camiseta vieja de mi papá, tres tallas más grande, y unos pantalones deportivos con un agujero en la rodilla. Nada de uniforme.

—¿Y tú qué te pusiste, Lucía? —se burló Daniela apenas me vio—. ¿Te levantaste tarde o qué?

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Sentí que las mejillas me ardían. Bajé la vista y caminé rápido hacia mi pupitre del fondo.

—Parece que vino de la calle —susurró Mateo, y varios se rieron.

La profesora Marta entró en ese momento y todos corrieron a sus asientos. Me miró de arrarriba abajo, pero no dijo nada. Solo frunció el ceño y comenzó la clase de matemáticas.

Durante el recreo, me quedé sentada mientras los demás salían corriendo. No quería que me vieran así en el patio.

—¿No vienes? —preguntó Sofía, deteniéndose en la puerta.

—No tengo ganas —murmuré.

Se encogió de hombros y se fue. Apoyé la cabeza en los brazos y cerré los ojos. Pensé en el incendio del domingo, en cómo las llamas se habían comido mi cuarto, mi closet, mi uniforme nuevo. En cómo mamá había llorado abrazándome en la acera mientras los bomberos apagaban el fuego.

—Lucía.

Levanté la cabeza. Era la profesora Marta, acompañada de Sofía.

—Sofía me contó lo del incendio en tu casa —dijo la profesora con voz suave—. ¿Por qué no me lo dijiste?

Se me hizo un nudo en la garganta.

—No quería que… que todos se enteraran.

—Ven conmigo.

Me llevó al salón de profesores y marcó un número en su teléfono. Habló en voz baja, asintiendo varias veces. Luego colgó y me sonrió.

—Ya está arreglado. Mañana tendrás uniforme nuevo.

—Pero nosotros no tenemos dinero ahora para…

—No te preocupes por eso.

Cuando regresamos al salón después del recreo, la profesora Marta nos reunió a todos.

—Quiero contarles algo sobre Lucía —dijo, y sentí que quería desaparecer—. El domingo hubo un incendio en su casa. Perdió su ropa, sus útiles, muchas cosas importantes.

El silencio fue total. Daniela me miró con los ojos muy abiertos.

—Por eso hoy vino sin uniforme —continuó la profesora—. Y quiero que pensemos: ¿qué podemos hacer para ayudar a una compañera que lo necesita?

Mateo levantó la mano tímidamente.

—Yo tengo dos chaquetas del colegio. Puedo traerle una.

—Mi hermana dejó uniformes que ya no usa —dijo Carolina—. Son de mi talla, Lucía. Te los puedo dar.

—Tengo cuadernos nuevos en mi casa —agregó Sofía.

Uno por uno, todos empezaron a ofrecer algo. Daniela se acercó a mi pupitre y me puso una mano en el hombro.

—Lo siento, Lucía. No sabía. Tengo colores y marcadores que nunca uso. Son tuyos si los quieres.

Sentí las lágrimas rodar por mis mejillas, pero esta vez no eran de vergüenza.

—Gracias —susurré—. Muchas gracias.

La profesora Marta sonrió.

—Esto es solidaridad, niños. No se trata solo de dar cosas, sino de entender que cuando alguien sufre, todos podemos ayudar. Que cuando alguien cae, lo levantamos entre todos.

Al día siguiente llegué con el uniforme que Carolina me había dado. Me quedaba perfecto. En mi mochila nueva (prestada por Mateo) llevaba los cuadernos de Sofía, los colores de Daniela, y un estuche que me había regalado la profesora Marta.

Cuando entré al salón, nadie se burló. En cambio, todos me sonrieron.

Y por primera vez en mucho tiempo, yo también sonreí de vuelta.