Cuando el sol caía sobre Bagdad y teñía el río Tigris de un dorado espeso, Omar Al-Saadi, un hombre de 82 años, abría cada tarde las puertas de una pequeña biblioteca escondida entre callejuelas.

“EL BIBLIOTECARIO DE BAGDAD”

Cuando el sol caía sobre Bagdad y teñía el río Tigris de un dorado espeso, Omar Al-Saadi, un hombre de 82 años, abría cada tarde las puertas de una pequeña biblioteca escondida entre callejuelas. No era una biblioteca común: las estanterías eran desiguales, hechas con maderas recicladas, y los libros tenían manchas de humo, huellas de barro y páginas cosidas con hilos improvisados.

Omar había sido maestro antes de la guerra. Durante décadas enseñó a cientos de niños a leer y escribir, convencido de que las letras eran más fuertes que las balas. Pero un día, las bombas cayeron sobre el barrio y la escuela desapareció en un suspiro de polvo y fuego. Solo se salvaron unos pocos libros que él mismo recogió entre los escombros. Con ellos empezó de nuevo: una biblioteca casera, primero en su sala, luego en un local abandonado que reparó con sus manos.

La gente lo llamaba “el bibliotecario de Bagdad”. No cobraba nada; solo pedía que cada persona que llevara un libro regresara con otro, aunque fuera escrito a mano.

Un día apareció Layla, una niña de 10 años, tímida, con un cuaderno de tapas rotas. Lo dejó sobre la mesa y dijo:
—No tengo libros para devolver. Solo escribí esto.
Omar lo abrió. Eran historias inventadas: dragones que cruzaban desiertos, niños que salvaban aldeas, estrellas que hablaban en sueños.

El anciano sonrió con los ojos húmedos.
—Layla, esto es más valioso que cualquier libro comprado. Aquí también guardamos voces nuevas.

Desde entonces, la niña se convirtió en visitante habitual. Leía lo que encontraba y escribía lo que soñaba. Omar la animaba a seguir, a no tener miedo de que sus palabras fueran pequeñas frente a los grandes autores.

Con el tiempo, más niños comenzaron a llegar. Algunos buscaban tarea, otros simplemente un lugar tranquilo donde olvidar el ruido de afuera. Y poco a poco, la biblioteca se transformó en un refugio.

Los vecinos, inspirados, empezaron a donar lo que podían: un estudiante trajo diccionarios usados, una madre dejó novelas que había heredado, un carpintero reparó estanterías. La biblioteca, que había nacido de cenizas, empezó a crecer como un árbol en tierra árida.

Pero una tarde, soldados entraron a registrar la zona. Querían confiscar los libros por miedo a “propaganda peligrosa”. Omar, con su bastón en la mano, se interpuso en la puerta.
—Estos libros no son armas. Son puentes. Si los quitan, ¿qué nos quedará?

El oficial dudó. El silencio fue tenso. Finalmente, uno de los soldados, que había sido alumno de Omar en la escuela antes de la guerra, convenció a su superior de marcharse. Los libros se quedaron.

Layla presenció todo y nunca lo olvidó. Esa noche escribió: “Un hombre con un bastón detuvo a un ejército, no porque fuera fuerte, sino porque llevaba la verdad en las manos.”

Pasaron los años. Omar murió una madrugada, sentado en su mesa, con un libro abierto sobre el pecho. Los vecinos lo encontraron con el rostro sereno, como si se hubiera quedado dormido en medio de una lectura infinita.

La biblioteca cerró por unos días, pero luego Layla, ya adolescente, tomó las llaves. Reunió a los niños y les dijo:
—Él me enseñó que un libro puede salvarnos. No dejemos que su voz se apague.

Hoy, la biblioteca sigue abierta. En la entrada, sobre un cartel pintado a mano, alguien escribió la frase que Omar repetía siempre:

“Las guerras destruyen casas y cuerpos, pero no pueden destruir las historias, mientras alguien las siga contando.”