Cuando Aina entró por primera vez al salón de clases, nadie la miró. O quizás todos la miraron… demasiado.
Tenía 12 años, piel muy oscura, ojos tímidos, y un acento que no encajaba. Su familia había llegado desde Guinea Ecuatorial a un pequeño pueblo del sur de España buscando un futuro mejor. Su padre trabajaba en la limpieza del ayuntamiento; su madre, cuidaba ancianos.
—¿Tú eres la nueva? —preguntó Lucía, una de las chicas populares.
—Sí. Me llamo Aina.
—¡Hablas raro! —gritó uno desde el fondo—. ¡Hablas africano!
Todos rieron. Menos Clara.
Aina comía sola. Caminaba sola. Le dejaban notitas en la mochila: “Mono”, “vete a tu país”, “aquí no cabes”.
Una tarde, Clara se acercó y le ofreció medio bocadillo.
—¿No te molesta que te vean conmigo? —preguntó Aina.
—A mí me molesta más ver cómo te tratan. Y nadie dice nada.
—¿Y tú por qué sí?
—Porque tú podrías ser yo.
En la clase de Historia, el profesor habló del racismo.
—¿Alguien ha visto un caso cercano? —preguntó.
Aina bajó la cabeza. Clara alzó la mano.
—Sí. Todos los días. En este salón.
El silencio fue denso. La incomodidad, aún más.
—¿A qué te refieres, Clara? —dijo el profesor.
—A cómo tratamos a Aina. A cómo hacemos como si no existiera o como si fuera menos por su color o por su acento. Yo lo he hecho también. Y quiero pedirle perdón.
Aina sintió un nudo en el estómago. Todos la miraban.
—Yo… —balbuceó—. A veces… solo quiero que me hablen como a una persona. No quiero caerles bien. Solo quiero existir sin miedo.
Desde ese día, algo cambió.
Tímidamente, comenzaron a incluirla. No todos. Pero algunos. Bastaron dos o tres para que las paredes empezaran a romperse.
Lucía dejó de burlarse. Aunque nunca pidió perdón.
Y eso estaba bien. No todo se puede forzar.
Un año después, Aina fue elegida para dar el discurso de fin de curso. Subió al estrado, con su acento intacto.
—Cuando llegué, pensé que tendría que cambiar para encajar. Pero no. Lo que hace falta es que todos aprendamos a ver sin filtros, a escuchar sin prejuicios y a hablar sin miedo.
Hizo una pausa.
—Y quiero decir esto con claridad: lo contrario del racismo no es “tolerancia”, es respeto. Yo no quiero que me toleren. Quiero que me reconozcan.
Ovación. No por lástima, sino por verdad.
Hoy, Aina es maestra en ese mismo colegio.
Y cuando un niño nuevo llega con los ojos asustados y la piel distinta, ella le ofrece un lugar al lado suyo.
Y le dice bajito:
—No te preocupes. Aquí, ya sembramos otras semillas.