— ¿Crees que alguien como tú puede cambiar algo? — me dijo un hombre cuando le hablé de construir un hogar para niños sin famili
— ¿Crees que alguien como tú puede cambiar algo? — me dijo un hombre cuando le hablé de construir un hogar para niños sin familia.
— No lo sé, — respondí, — pero alguien tiene que intentarlo.
Mi nombre es Mateo, pero cuando llegué al monasterio, no tenía nada, ni siquiera un nombre. Sólo un recuerdo borroso de la noche en que perdí a mis padres. La lluvia golpeaba fuerte aquella madrugada, y yo sólo era un niño pequeño, sin rumbo y con frío.
El Padre Joaquín me encontró en la puerta del templo, temblando.
— ¿Quién eres, pequeño? — me preguntó con voz suave.
No supe qué responder. Mi voz no existía todavía.
— No importa, — dijo él — aquí eres bienvenido.
Crecí entre las paredes blancas y el aroma a incienso, bajo la mirada tranquila de los monjes. Aprendí a leer, a rezar, pero sobre todo, aprendí que la vida puede empezar de nuevo.
Pero había días en que la nostalgia me atacaba.
— ¿Por qué yo? — me preguntaba — ¿Por qué a mí me tocó perder todo?
El Padre Joaquín siempre estaba ahí, con su sonrisa silenciosa y sus palabras pocas pero ciertas.
— La vida es un camino de luz y sombra, Mateo. No olvides que la luz siempre vuelve.
Veinte años después, regresé a la ciudad donde todo comenzó. El mismo lugar, pero diferente. Las calles parecían más duras, la gente más apurada, los niños con miradas perdidas.
Recordé el frío y la soledad que sentí, y decidí que debía hacer algo.
— Padre Joaquín, le dije en una llamada, — quiero construir un hogar para los niños que, como yo, no tienen a nadie.
Él sonrió y me animó.
— El amor siempre encuentra la manera, hijo.
Encontrar el terreno fue más difícil de lo que imaginé. Las personas dudaban, los permisos tardaban y el dinero escaseaba.
Un día, un vecino se me acercó.
— ¿Por qué quieres gastar tu tiempo y dinero en esos niños?
Le respondí, sin dudar.
— Porque sé cómo se siente no tener un hogar.
Y fue esa sinceridad la que movió corazones. Poco a poco, llegaron donaciones, voluntarios, manos dispuestas a ayudar.
Cada ladrillo que colocábamos era una promesa, cada pintura, un sueño.
Pero no fue fácil. Hubo noches en que dudaba, momentos en que la desesperanza quería ganar.
— ¿Vale la pena? — me preguntaba.
Pero entonces escuchaba la risa de los niños jugando, y todo cobraba sentido.
Finalmente, un día, abrimos las puertas del hogar. Los niños entraron tímidos, algunos lloraron, otros sonrieron.
Yo los miraba y sentía que en sus ojos veía reflejado mi pasado y mi futuro.
Una niña pequeña se acercó a mí.
— ¿Tú eres Mateo?
Asentí.
— Gracias por traer luz aquí.
No supe qué decir, sólo la abracé.
En la inauguración, el Padre Joaquín vino desde el monasterio.
— Has hecho algo hermoso, — me dijo — has construido más que un edificio; has levantado esperanza.
Miré a mi alrededor, al bullicio de la vida nueva que habíamos creado, y sentí una paz profunda.
Recordé aquella noche de lluvia, y entendí que la luz que el padre me habló siempre estuvo en mí. Sólo necesitaba encontrarla y compartirla.
Porque al final, la verdadera casa no es la que construimos con paredes, sino la que levantamos con amor.