—Código azul en la 213. ¡Rápido! —gritó una enfermera.
—Código azul en la 213. ¡Rápido! —gritó una enfermera.
En la camilla, el cuerpo de Marcos Álvarez, 47 años, se agitaba entre espasmos. Había ingresado por un dolor torácico, pero lo que nadie imaginó fue que esa noche iba a morir… y regresar.
Todo se volvió negro. Pero no era un negro vacío. Era un silencio que lo abrazaba todo. No había dolor. No había miedo. Solo una extraña paz.
Y entonces, lo vio.
Un campo, como el de su infancia, con un árbol en medio. Y debajo del árbol… su madre. La misma que había fallecido veinte años antes.
—Mamá… —susurró con la voz que ya no tenía.
Ella lo miró, sonriendo.
—Aún no es tu hora, hijo.
—Pero estoy cansado…
—Lo sé. Pero tienes que volver. Alguien necesita escucharte decir lo que nunca dijiste.
Mientras tanto, en la sala, los médicos no paraban de intentar reanimarlo.
—¡Carguen a 300! ¡Uno, dos… descarga!
—¡Nada! ¡Vamos, vamos!
—Tiempo sin pulso: tres minutos.
En ese otro lugar, Marcos caminó hacia su madre.
—Solo dime… ¿esto es el final?
Ella negó con dulzura.
—No. Es un recordatorio. De que no hay tiempo. De que lo importante no es lo que acumulaste… sino lo que dijiste. Y lo que callaste.
—¿Y si no me escuchan?
—Entonces grítalo con tu vida.
—¿Y tú… estarás ahí?
—Siempre que me recuerdes en una carcajada. En una tarde de lluvia. En el olor del café.
Y entonces, un golpe de luz lo envolvió.
—¡Tenemos pulso! ¡Vuelve! ¡Está volviendo!
El monitor emitió su primer pitido. Luego otro. Lentamente, Marcos abrió los ojos.
—Tranquilo, estás en el hospital. Tuviste un infarto —dijo una enfermera con lágrimas en los ojos.
Marcos intentó hablar, pero no pudo. Solo lloró.
Dos días después, cuando pudo moverse, pidió un teléfono.
—¿A quién vas a llamar? —le preguntó una joven doctora.
—A mi hermano.
—¿El que no te habla desde hace años?
Marcos asintió.
—Anoche estuve con mamá. Y entendí que no hay más tiempo.
El teléfono sonó. Y sonó. Al quinto tono, una voz cansada respondió.
—¿Qué quieres, Marcos?
—Solo decirte que lo siento. Que fui un idiota. Que no supe cómo estar cuando mamá se fue. Que te fallé.
Silencio.
—Casi muero —continuó—. Y no me dolía la muerte. Me dolía no haber dicho esto antes.
Del otro lado, su hermano rompió a llorar.
—Yo también fui un imbécil… —dijo—. Perdón.
Esa tarde, Marcos escribió en su diario:
“Volví del otro lado. No para dar lecciones, ni contar milagros. Volví para decir lo que debía haber dicho antes. Porque al final, lo que callamos… pesa más que lo que perdemos.”
Semanas después, volvió al hospital con una caja de bombones. Entró en la sala de urgencias y le dio un abrazo a la enfermera que lo reanimó.
—Gracias por no rendirte. Le debía una conversación a alguien.
Ella sonrió.
—¿Y la tuviste?
—Sí. Y muchas más.
Desde aquel día, Marcos no se convirtió en gurú, ni escribió un libro. Solo empezó a mirar más a los ojos. A abrazar más. A pedir menos. A decir “te quiero” sin que se lo pidieran.
Y aunque nunca volvió a ver aquel campo ni a su madre… cada vez que una lágrima sincera cruzaba su rostro, sentía que ella aún estaba ahí, bajo el árbol… sonriendo.