Casados durante tres años sin tocarse ni una sola vez, hasta que un día ella encendió la cámara en la habitación de su suegra y descubrió una verdad escalofriante.

Elena Carter, de 29 años, llevaba tres años casada con Michael Reynolds, un hombre tranquilo, exitoso y aparentemente perfecto.

Vivían en una vieja casa de dos pisos en los suburbios de Salem, Massachusetts, junto con su suegra, Margaret.

Pero los tres años de matrimonio de Elena fueron tres años de absoluta frialdad.
Michael nunca abrazó a su esposa, nunca la besó, nunca se acercó. Cada vez que ella intentaba hacerlo, él solo susurraba:

“Estoy cansado, Elena. Tal vez mañana.”

Ese “mañana” duró tres años enteros.

Lo extraño era que, cada noche, Michael desaparecía del dormitorio. Decía que bajaba a trabajar o que dormía en la sala para “no molestarla”.
Margaret siempre sonreía con un aire enigmático:

“Sabes, Michael suele venir a mi habitación para asegurarse de que tomo mis medicinas. Es un buen hijo.”

La vieja casa siempre tenía una atmósfera extraña: cálida por fuera, pero con una sensación escalofriante escondida en su interior.
La habitación de Margaret —la número 204, en el segundo piso— siempre estaba cerrada con llave cuando ella salía.

Una vez, Elena le preguntó a su esposo:

“¿Alguna vez has visto algo especial en la habitación de tu madre?”

Michael solo respondió suavemente:
“Es su espacio personal. No entres allí.”

Pero desde que instaló un sistema de cámaras de seguridad en la casa, Elena comenzó a notar un hábito inquietante: cada dos horas aproximadamente, su suegra llamaba a Michael a su habitación.

Cada vez, la puerta permanecía cerrada durante quince o veinte minutos.
Cuando él salía, se le veía agotado, con la mirada vacía, como si hubiera regresado de otro mundo.

Una noche, cuando Michael bajó al garaje, Elena abrió con curiosidad la aplicación de las cámaras en su teléfono —el sistema que la misma Margaret había pedido instalar “por razones de salud.”
La cámara en la habitación de su suegra solo servía para “monitorear su estado”, pero lo que Elena vio le heló la sangre.

En la pantalla, se veía a Margaret sentada en una silla frente a Michael.
La luz era tenue, las paredes estaban cubiertas de fotos familiares descoloridas.
Su voz sonaba baja y uniforme…

“Dime otra vez, Michael. ¿Qué recuerdas de aquella noche?”

Michael permanecía inmóvil, con la voz temblorosa:

“El fuego… papá gritando… tú sosteniendo la vela…”

“No,” lo interrumpió ella, con un siseo helado. “Recuerdas mal.
Fue un accidente. No viste nada. ¿Me oyes?”

Michael tembló.

“No vi nada.”

Elena se ahogó en un sollozo.

En la pared detrás de ellos había una fotografía de un hombre de mediana edad —su rostro quemado, los ojos recortados del marco.

Elena comenzó a investigar.
Treinta años atrás, el padre de Michael, Richard Reynolds, murió en un incendio en esa misma casa. La policía lo clasificó como un “accidente con una vela”, pero los vecinos susurraban que Margaret estaba allí… y que no fue ningún accidente.

Desde ese día, Michael vivió con un miedo profundo al fuego.

Margaret, diagnosticada con trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) y trastorno de personalidad dependiente, utilizaba una supuesta “terapia de hipnosis” aprendida de un viejo libro para “curar” a su hijo.

Pero en realidad, lo había reprogramado, haciéndole creer que él había causado el incendio.

Esa noche, cuando Michael volvió a la habitación, Elena tomó el teléfono, la voz temblorosa:

“¿Recuerdas algo sobre tu padre?”

Él se detuvo, evitando su mirada.

“Mamá me dijo que no debía mencionarlo jamás.”

Elena encendió el video.
En cuestión de segundos, el rostro de Michael se tornó pálido. Miró la pantalla y luego a su esposa, confundido, asustado, como un niño que despierta de una pesadilla.

Margaret salió de la habitación, con la voz ronca:

“Elena, no entiendes. Solo quería salvar a mi hijo.”

Elena gritó:

“¿Destruyéndolo?”

Michael se interpuso entre ambas, sujetándose la cabeza, respirando con dificultad.

“¡Basta! ¡No quiero escuchar más!”

Salió corriendo bajo la lluvia. Al día siguiente, la policía lo encontró sentado junto al lago, empapado y temblando.

Allí recordó todos sus recuerdos reprimidos:
Su padre no murió en el fuego por su culpa. Margaret había intentado quemar una carta de él, pero el fuego se extendió rápidamente. Al intentar salvarla, Richard quedó atrapado.

Para protegerse, Margaret hipnotizó a su hijo, haciéndole creer que él era el culpable.

Michael vivió toda su vida cargando una culpa que no le pertenecía.

Por eso no podía tocar a nadie: temía que todo lo que amaba se “quemara” también, como su padre.

Margaret fue internada en un centro psiquiátrico.

Michael comenzó terapia con un especialista en trauma.

Elena se quedó a su lado —no como la esposa de un “marido frío”, sino como una amiga que lo ayudaba a redescubrir el mundo.

Un año después, cuando regresaron a su vieja casa, Elena quitó las cámaras de seguridad y las guardó en cajas.

“Ya no hay más secretos que vigilar,” dijo.

Michael miró alrededor de la habitación vacía y tomó su mano con delicadeza.

Por primera vez en tres años, fue él quien la abrazó.

A veces, el muro entre dos personas no es la indiferencia, sino los recuerdos distorsionados por la culpa y el miedo.
Nadie puede amar plenamente si no es libre del pasado.

Y a veces, lo más aterrador no está en las cámaras… sino en los recuerdos manipulados que llevamos dentro.