Camino al pueblo natal de su nuevo esposo, la novia pidió al chofer detenerse en el cementerio para encender incienso por su difunto marido. Pero al salir de allí, el chofer le susurró lo que había visto…

Al anochecer, el coche nupcial avanzaba en silencio por el polvoriento camino rojizo de un pueblo a las afueras de Lucknow. Dentro del coche, la recién casada Ananya permanecía callada, acariciando suavemente con la mano su lehenga color marfil. Ese día iba a visitar a los parientes de su nuevo esposo (su sasural), un ritual tradicional después de la ceremonia de grih pravesh. A su lado no estaba el novio, solo Arun, el chofer de la familia desde hacía años: un hombre de unos cuarenta, sereno, con el rostro siempre inexpresivo, como si detrás de sus ojos escondiera un cofre de recuerdos.

Al girar en una curva entre viejos árboles de banyán, Ananya dijo en voz baja:
—Arun, por favor detente un momento en el cementerio… quiero encender incienso por mi difunto esposo.

Arun la miró por el retrovisor, sorprendido. No preguntó nada y detuvo el coche junto a un pequeño cementerio católico, sombreado por un viejo templo.

Ananya salió con el ramo de novia en las manos. Se dirigió a una tumba de piedra oculta tras unos helechos, se arrodilló, sacó unos palitos de incienso del ramo y los encendió. No lloró, solo murmuró algunas palabras. Bajo la luz del sol poniente, la silueta de la novia vestida de blanco se proyectaba larga sobre la tumba de un anciano: una escena triste pero serena.

Cuando regresó al coche, Ananya se sentó, con los ojos secos pero profundos. El coche volvió a ponerse en marcha.

Pasaron unos minutos de silencio. Entonces Arun susurró suavemente, como si hablara justo a su oído:
—Yo… lo vi de pie detrás de ti mientras encendías el incienso.

Ananya se detuvo, pero no mostró miedo.
—Sonreía… mirándote —continuó Arun, vacilante—. Muy suavemente. Pero luego…

—¿Luego qué?

—No te miró más tiempo… solo se giró hacia mí. Como si… como si me conociera.

Ananya lo miró, como si una aguja se clavara en un hilo delgado del pasado, y una sospecha resurgiera:
—¿Tú… conocías a mi difunto esposo?

Arun guardó silencio un instante y luego dijo:
—Hace seis años, yo fui el conductor responsable del accidente en el que murió Rahul, tu primer marido. Mi intención era entregarme… pero su madre me suplicó que no lo hiciera. Tenía miedo de que el dolor te destrozara aún más, miedo de que quedaras atrapada para siempre en el sufrimiento.

Ananya se volvió hacia él:
—¿Y por qué me lo cuentas hoy?

Arun la miró por el espejo, con los ojos llenos de dolor:
—Porque sus ojos… no me culpaban. Más bien… me daban permiso. Como si quisiera que yo te acompañara en el camino inacabado de su vida.

El aire dentro del coche se volvió espeso. Ananya no lloró. Giró el rostro hacia la ventana, dejando que la brisa de la tarde jugara con su cabello suelto. A lo lejos, en la penumbra de los campos, resonaba la campana de un templo.

Cuando el coche se detuvo frente a la gran casa de Barabanki, con techo de tejas, Ananya descendió, acomodó su traje de boda y se volvió hacia Arun —ese chofer al que siempre había visto como un extraño en el viaje de su vida.

—Ven conmigo. Conoce a la familia de mi nuevo esposo. Creo que… ha llegado el momento de saber más sobre el hombre que tomará mi mano en los años venideros.