“Caminaba 7 km al amanecer para ir a la escuela. Su papá no lo apoyaba… hasta que un día todo cambió”

No me dejan ir a la escuela para no gastar, voy caminando.

Me llamo Mateo y vivo en el campo, lejos, tan lejos que a veces creo que el mundo termina después del cerro. Mi casa es de adobe, con techo de chapa y gallinas que andan por todos lados. La escuela me queda a más de siete kilómetros, pero ya me acostumbré. Camino todos los días, desde que el sol apenas pinta el cielo.

Mamá siempre es la primera en levantarse. Se la oye avivar el fuego y mover las ollas. Cuando me llama, su voz suena dulce pero cansada:

—Mateo, apúrate, hijo, que se te va a hacer tarde otra vez.

Yo me visto rápido, me pongo los zapatos gastados que ya no tienen cordones y busco la mochila. Ella me alcanza una tortilla con un poco de queso envuelta en un trapo.

—Come algo en el camino.
—Sí, mamá —le contesto mientras abro la puerta.

Papá, en cambio, no dice nada. A esa hora ya está afuera, arreglando el arado o dando de comer a los animales. Si me saluda, lo hace sin mirar. A veces pienso que no entiende por qué voy a la escuela.

Una mañana, cuando lo escuché quejarse porque no había suficiente para el pasaje, se lo oí decir a mamá:

—¿Para qué quiere tanto estudio el muchacho? Mejor que me ayude con el campo.
—Déjalo, Pedro —le respondió ella con voz baja—. Tiene buena cabeza, la maestra dice que aprende rápido.
—Bah… las letras no dan de comer.

Yo escuchaba desde la cama, sin atreverme a decir nada. Pero esas palabras me dolieron más que las piedras del camino. Desde ese día me prometí ser el mejor alumno, aunque tuviera que ir descalzo.

El camino a la escuela es largo. Al principio, cuando amanece, todo es hermoso: el aire fresco, los pájaros cantando, el cielo pintándose de naranja. Pero luego el sol calienta, el polvo se levanta y los pies duelen. A veces, cuando pasa algún camión, me cubro la cara con el brazo para que no me llene de tierra.

Mi compañera Lucía vive un poco más cerca. Cuando me alcanza, caminamos juntos.

—¿Te regañó tu papá otra vez? —me pregunta.
—No. Ya ni me dice nada.
—El mío tampoco entiende por qué estudiamos —dice ella riendo—. Pero igual vamos, ¿no?
—Claro. Algún día vamos a tener otro camino.

Cuando llegamos a la escuela, la maestra, la señorita Ana, siempre nos recibe con una sonrisa. A veces nos da pan con dulce o mate cocido caliente. Ella sabe lo que cuesta venir.

—Mateo, llegaste otra vez antes que nadie —me dice—. Qué fuerza tenés, chico.

Y yo sonrío. No le cuento que me levanto cuando todavía ni canta el gallo.

Ese año trabajé más que nunca. Leía de noche a la luz del candil, hacía las cuentas sobre los márgenes del cuaderno viejo, y cada vez que papá me mandaba a cuidar las vacas, llevaba el libro escondido. No quería que me viera estudiar, porque se enojaba.

Un día, en el recreo, la señorita Ana me llamó aparte:

—Mateo, voy a decir algo en clase mañana. No faltes, ¿sí?

No entendí qué quería decir, pero asentí.

Al día siguiente, la maestra pidió silencio y dijo con una sonrisa que me hizo temblar las piernas:

—Hoy quiero felicitar al mejor alumno del año. El que nunca faltó, el que más caminó, el que más ganas puso. Ese alumno es… ¡Mateo!

Todos aplaudieron. Lucía me dio un empujón en el hombro y yo sentí calor en la cara.

—Y además —continuó la maestra—, tenemos una sorpresa.

En ese momento entraron dos hombres del pueblo empujando una bicicleta color celeste, con una cinta roja en el manubrio. Yo me quedé mudo.

—Entre todos los vecinos y los maestros juntamos un poco de dinero —dijo la señorita Ana—. Para que Mateo ya no tenga que caminar tanto.

No pude hablar. Solo le toqué el asiento y sentí que me temblaban las manos. Nunca había tenido nada tan bonito.

—¿Es mía? —pregunté bajito.
—Claro que sí, Mateo. Te la ganaste.

Esa tarde volví pedaleando despacio, como si tuviera miedo de despertar de un sueño. Cuando llegué al rancho, papá estaba reparando una cerca. Me vio venir y frunció el ceño.

—¿Y eso? —preguntó.
—Me la regalaron en la escuela —le dije—. Por ser el mejor alumno.

No dijo nada. Solo me miró fijo. Luego bajó la cabeza y siguió trabajando. Pero al rato, cuando entré a la casa, lo escuché decirle a mamá:

—Ese chico… sí que tiene empuje.

Esa fue la primera vez que lo oí hablar con orgullo de mí.

Esa noche, antes de dormir, miré la bicicleta apoyada contra la pared. Brillaba con la poca luz que entraba por la ventana. Y pensé que, aunque el camino siga siendo largo, ya no me pesaría tanto recorrerlo. Porque ahora tenía alas, ruedas, y un sueño que ya nadie me podía quitar.