Mi nieto me empujó desde el muelle, riendo mientras yo luchaba bajo el agua. “¡Deja de exagerar!”, se burló mi nuera cuando salí arrastrándome, jadeando. Para ellos, yo era solo una anciana frágil —útil solo por mi dinero, demasiado débil para resistirme—. Así que los dejé creerlo. Me hice la olvidadiza, torpe, confundida. Escuchaba sus susurros sobre mandarme a un asilo, llamándome una carga. Lo que no sabían era que yo estaba grabando cada palabra, cada insulto. Para cuando se dieron cuenta de que mis cuentas estaban vacías, entraron en pánico y llamaron a la policía. Pero el archivo de pruebas que dejé atrás se aseguró de que su pesadilla apenas comenzaba.
El lago estaba frío, pero la traición fue más fría. Eleanor Hastings, de 74 años, había financiado cada hito de la familia de su hijo:…









