“Arroz al alba — El susurro de la bondad”

En un rincón bullicioso de la ciudad, entre comercios apiñados y calles de polvo, se encontraba una fondita pequeña, que exhalaba calor de hogar y humanidad. Una mañana apareció un joven harapiento entrando con paso humilde:

— Quisiera un tazón de arroz blanco, por favor.

Los dueños, desconcertados pero bondadosos, le sirvieron el arroz. Al pagar, el muchacho pidió, tímido:

— ¿Me podría poner un poco de caldo encima?

La dueña asintió con una sonrisa:

— Claro, eso es gratis.

Después de comer la mitad, pidió otro:

— Uno solo no me satisface. Pero quisiera llevarlo para mañana en la escuela.

El dueño, con discreción, colocó al fondo un poco de estofado y un huevo cocido, y luego tapó todo con arroz.

La esposa preguntó:

— ¿Por qué pones esas cosas abajo?

El hombre explicó:

— Si las ve de primeras, pensará que lo compadecemos y su orgullo sufrirá. Si las descubre después, sentirá que fueron suyas.

La mujer asintió, conmovida:

— Eres un hombre generoso que comprende el valor del respeto.

El joven agradeció, se despidió y partió. Los esposos lo vieron alejarse con mezcla de emoción y pena.

Durante dos años, volvió casi cada tarde y pedía dos tazones: uno para comer ahí, otro para llevar. Bajo el tazón para llevar guardaba un secreto cada vez distinto.

Al graduarse, desapareció. Pasaron los años. La fondita resistió al asfalto nuevo, hasta que recibió una orden de desalojo.

Entonces apareció un director de empresa, con una propuesta:

— El presidente de nuestra compañía quiere que ustedes abran un restaurante en nuestra sede. Nosotros ponemos todo, ustedes cocinan. Las ganancias se reparten.

— ¿Por qué nosotros? —preguntaron.

El hombre respondió:

— Ustedes fueron la semilla, los benefactores de mi vida. Ese joven —hoy nuestro director general— siempre contó del arroz blanco y el secreto debajo. Dice que ustedes le enseñaron que dar es servir con dignidad.

Cuando los esposos vieron al director, hubo algo familiar en su mirada, en su reverencia. Al salir, él se levantó y dijo:

— ¡Muchísimas gracias, señora y señor! Si lo desean… ¡nos volvemos a ver!

Los esposos se abrazaron en silencio, sabiendo que su humilde fondita había sido testigo de un milagro: no solo alimentar cuerpos, sino transformar destinos.