Anciana creía que iba a festejar su cumpleaños, la llevaban a un asilo para abandonarla…

Cuando vi a mi nieta Sofía entrar a mi cuarto esa mañana con una sonrisa tan grande, mi corazón se llenó de alegría.

—Abuelita, ¡feliz cumpleaños! —me dijo dándome un beso en la frente—. Hoy cumples 82 años y tenemos una sorpresa para ti.

—Ay, mijita, no te hubieras molestado —respondí, aunque por dentro me emocionaba como niña pequeña.

—Vístete con tu mejor ropa, abue. Vamos a salir a celebrar.

Me puse mi vestido azul, ese que guardaba para ocasiones especiales, y hasta me maquillé un poquito. Sofía me ayudó a peinarme y me dijo que me veía hermosa. Cuando bajé las escaleras, mi hijo Roberto y su esposa Laura me esperaban en la sala.

—Mamá, llamamos un taxi para ti —dijo Roberto evitando mi mirada—. Te va a llevar a un lugar muy bonito para tu cumpleaños.

—¿No vienen conmigo? —pregunté extrañada.

—Nosotros te alcanzamos más tarde, mamá. Tenemos que arreglar unas cosas aquí primero —respondió Laura con una sonrisa tensa.

—Pero…

—Ya llegó el taxi, abue —interrumpió Sofía con los ojos vidriosos—. Te va a encantar la sorpresa.

Roberto cargó una maleta que yo no recordaba haber empacado y la llevó hasta el auto. Me pareció raro, pero pensé que tal vez íbamos a pasar la noche en algún hotel bonito.

El taxista, un señor de unos cincuenta años con ojos amables, me ayudó a subir.

—Buenos días, señora —me saludó cordialmente.

—Buenos días, joven.

Roberto se asomó por la ventana.

—El señor ya sabe a dónde llevarla, mamá. Que tengas un lindo día.

Me dio un beso rápido en la mejilla y se alejó. Vi a Sofía llorando en la puerta, pero Laura la jaló hacia adentro antes de que pudiera despedirse bien.

Durante el viaje iba emocionada, mirando por la ventana, imaginando qué sorpresa me tendrían preparada. ¿Un restaurante elegante? ¿Una reunión con amigas que no veía hace tiempo?

—Falta poco, señora —dijo el taxista mirándome por el espejo retrovisor.

—Gracias, joven. ¿Sabe usted a dónde vamos?

—Sí, señora. Su hijo me dio la dirección.

Pero cuando el taxi se detuvo, sentí que el mundo se me venía encima.

Frente a nosotros había un edificio blanco con un letrero que decía: “Hogar de Ancianos San Francisco”.

—No… no puede ser —susurré.

—Llegamos, señora —dijo el taxista con voz suave, como si él tampoco estuviera convencido. Escrito por Gisel Dominguez.

Me quedé paralizada en el asiento. No podía moverme. No podía respirar.

—Señora, ¿está bien?

—Esto… esto no es una fiesta de cumpleaños —dije con la voz quebrada—. Me van a dejar aquí. Me van a abandonar.

El taxista apagó el motor y se volteó hacia mí.

—¿Su familia sabe que la traen aquí?

—Yo pensé… pensé que íbamos a festejar mi cumpleaños —las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas—. Dijeron que tenían una sorpresa. Empaqué mi maleta pensando que tal vez íbamos a un hotel o… Hoy cumplo 82 años y me trajeron aquí como si… como si ya no me quisieran.

Vi cómo el taxista apretaba el volante con fuerza. Sus mandíbulas se tensaron.

—Espéreme aquí, señora. No se baje —me dijo con determinación.

Salió del auto y sacó mi maleta del maletero. Pensé que me iba a dejar ahí de todos modos, pero en vez de llevarla hacia el edificio, la volvió a meter en el taxi. Regresó al asiento del conductor y arrancó el motor.

—¿Qué hace, joven? —pregunté confundida.

Se volteó para mirarme y vi lágrimas en sus ojos.

—Señora, mi madre tiene 80 años. Y si alguien me dijera que la van a dejar botada en un asilo en su cumpleaños, yo… —se le quebró la voz—. Usted no se merece esto. Ninguna madre se merece que la abandonen así.

—Pero yo no tengo a dónde ir…

—Sí tiene. Viene conmigo —dijo mientras manejaba de regreso hacia la ciudad—. Hoy es su cumpleaños y lo vamos a celebrar como se debe. Mi esposa está en casa preparando comida. Mis hijos están ahí. No será nada lujoso, pero…

—No puede hacer esto por mí —dije llorando, pero ahora de emoción—. Ni siquiera me conoce.

—Mi madre siempre me enseñó a respetar a los mayores, señora. Y hoy, en su cumpleaños, usted va a estar rodeada de gente que sí la valore.

Tomó su teléfono y llamó a su casa.

—Amor, soy yo. Tengo una invitada muy especial. Es el cumpleaños de la señora y… sí, es una larga historia. ¿Puedes poner un lugar más en la mesa? Y dile a los niños que traigan los globos que compramos para el fin de semana… Gracias, mi vida. Ya llegamos.

Lloré todo el camino, pero esta vez eran lágrimas de gratitud. Este extraño, este hombre de buen corazón, me estaba regalando algo que mi propia familia me había negado: dignidad.

Cuando llegamos a su casa, una mujer hermosa salió a recibirnos con los brazos abiertos.

—¡Feliz cumpleaños, señora! Bienvenida a nuestra casa.

Dos niños pequeños corrieron hacia mí con globos y una corona de cartón que decía “Reina del cumpleaños”.

—¡Feliz cumpleaños, abuelita! —gritaron al unísono.

Y ahí, en esa casa de desconocidos que me trataron como familia, rodeada de risas, abrazos y un pastel hecho a última hora, tuve el mejor cumpleaños de mis 82 años.

Porque aprendí que la familia no siempre es la de sangre. A veces, la familia son esos ángeles que Dios pone en tu camino justo cuando más los necesitas.