Amara tenía 13 años y un sueño secreto: convertirse en inventora. No era algo común en el pueblo de Kipushi, en el sur del Congo, donde la mayoría de los niños apenas soñaban con terminar la escuela primaria.
“LAS LLAVES DE AMARA”
Amara tenía 13 años y un sueño secreto: convertirse en inventora. No era algo común en el pueblo de Kipushi, en el sur del Congo, donde la mayoría de los niños apenas soñaban con terminar la escuela primaria. Pero Amara tenía una mente inquieta. Y tenía un cuaderno.
Era un cuaderno azul, con esquinas rotas y dibujos de engranajes hechos con lápiz. Nadie lo tomaba en serio, excepto su abuelo Kimbu, que cada tarde la escuchaba hablar de sus ideas imposibles.
—¿Y eso qué es? —preguntó un día mientras la veía dibujar un extraño aparato con ruedas.
—Una silla que camina. Para que la abuela no tenga que arrastrar los pies por la casa.
Kimbu soltó una carcajada.
—Eres una niña loca.
—Soy una niña que observa —respondió Amara—. La abuela está cansada. Y tú también.
Una mañana, Kimbu la sorprendió con una caja de herramientas viejas.
—No tengo oro para darte, Amara. Pero tengo tornillos, alambres y muchas historias.
—¿Puedo usarlos?
—Puedes crear el mundo con ellos si quieres —dijo, guiñándole un ojo.
Durante semanas, Amara trabajó sin descanso. Recogía piezas de chatarra, cables de radios rotos, llaves de metal que ya no abrían ninguna puerta. En la escuela, algunos se burlaban de ella.
—¿Qué haces con esos cacharros?
—Estoy construyendo el futuro.
Los niños reían. Los adultos negaban con la cabeza. Pero ella seguía.
Una tarde, su padre entró a su cuarto y encontró la cama llena de piezas metálicas.
—¿Qué es todo esto, Amara? ¿Por qué no haces cosas de niñas?
Ella lo miró fijamente.
—Porque yo no vine a este mundo a encajar. Vine a abrir puertas.
La frase quedó flotando en el aire.
Pasaron los meses. Amara presentó su invento en una pequeña feria de ciencia escolar: una silla reciclada que avanzaba con manivelas hechas de ruedas de bicicleta. Era rudimentaria, pero funcionaba.
La abuela lloró al probarla.
—¡Se mueve sola!
—No sola, abuela. Se mueve contigo.
Al día siguiente, un profesor del distrito vio el invento y quedó impresionado.
—¿Quién te ayudó con esto?
—Mi abuelo. Y mi imaginación.
Ese fue el inicio.
Un mes después, Amara fue invitada a Kinshasa para una competencia juvenil de innovación.
Viajó por primera vez en avión. Sintió vértigo, miedo, emoción. Llevaba su cuaderno azul y la silla desarmada en una caja.
Durante la presentación, habló con firmeza:
—Mi invento es simple, pero tiene propósito. No quiero ganar. Quiero que más niñas sepan que también pueden crear.
El jurado quedó en silencio. Luego, aplaudieron de pie.
Amara no ganó el primer lugar. Pero sí algo más valioso: una beca para estudiar ingeniería en la capital.
Hoy, con 24 años, Amara dirige un taller que crea prótesis accesibles para personas sin recursos. Usa materiales reciclados. Enseña a niños y niñas a diseñar. En la entrada del taller hay un cartel que dice:
“Cada tornillo guarda una historia. Cada llave puede abrir un futuro.”
Y en su escritorio, aún está el cuaderno azul. Con nuevos planos. Nuevos sueños.