Amalia Torres, 77 años, había sido costurera toda su vida. Cantaba mientras cosía, como si cada puntada necesitara un estribillo.

LOS TROVADORES DEL AUTOBÚS

Amalia Torres, 77 años, había sido costurera toda su vida. Cantaba mientras cosía, como si cada puntada necesitara un estribillo. Pero nunca se atrevió a cantar en público: “Eso es para artistas”, se decía.

En el hogar comunitario donde vivía conoció a Leopoldo Guzmán, 81 años, un viudo que había sido chófer de autobuses durante cuatro décadas. Siempre hablaba con nostalgia de la carretera, de pueblos lejanos y de las canciones que escuchaba para no quedarse dormido en los viajes nocturnos.

Una tarde, mientras compartían café, Amalia le confesó:
—Siempre quise cantar en un escenario… aunque fuera pequeñito.
Leopoldo se rió, con los ojos brillando.
—Y yo siempre quise volver a la carretera. ¿Qué tal si unimos nuestros sueños?

El plan sonaba descabellado: comprar un viejo autobús escolar abandonado y convertirlo en un escenario rodante para cantar en plazas de pueblo. No tenían dinero ni fuerza, pero sí una convicción inesperada.

Cuando sus hijos se enteraron, se llevaron las manos a la cabeza:
—¡Mamá, eso es una locura!
—Papá, a tu edad apenas puedes subir escaleras.

Pero Amalia y Leopoldo se miraron cómplices.
—Ya pasamos demasiada vida pidiendo permiso —dijo ella.
—Ahora vamos a cantar nuestro propio viaje —añadió él.

Con ayuda de un mecánico amigo, lograron poner en marcha el autobús oxidado. Lo pintaron de azul celeste y colgaron una lona que decía: “Los Trovadores del Autobús”. Dentro, improvisaron un pequeño escenario con dos sillas, una guitarra prestada y un micrófono viejo.

El primer viaje fue titubeante: el motor tosía, las sillas chirriaban, y Amalia temblaba de miedo al cantar frente a desconocidos. Pero cuando entonó su primer bolero en la plaza de un pueblo, algo mágico ocurrió: la gente se acercó, aplaudió y hasta coreó con ella. Leopoldo, mientras tocaba la guitarra, la miraba como quien contempla un milagro.

—¿Ves? —le susurró después—. Ya eres artista.

Durante meses recorrieron pueblos pequeños: Tlaxcala, Cuetzalan, Zacatlán. Se presentaban en mercados, ferias y hasta en atrios de iglesias. No cobraban entrada: solo pedían una sonrisa, un aplauso, o que alguien se animara a cantar con ellos.

La noticia corrió rápido. Pronto eran esperados en cada pueblo como si fueran celebridades. Los niños les pintaban flores en el autobús, las abuelas les regalaban tamales y café. Para muchos, se convirtieron en un símbolo de esperanza: que nunca es tarde para cumplir un sueño.

Una noche, tras un concierto improvisado frente a un lago, Amalia se quedó mirando su reflejo en el agua.
—Nunca pensé que a mi edad me aplaudirían desconocidos.
Leopoldo tomó su mano.
—Nunca pensé que volvería a enamorarme en la carretera.

El silencio de la noche fue su mejor testigo.

En el cuaderno que llevaban como bitácora del viaje, Amalia escribió:
“Hoy descubrimos que la vida no se jubila. Que nunca es tarde para subirse a un autobús, cantar con el corazón y descubrir que el amor es la canción que nunca se apaga.