Si domas mi caballo, te daré a mi hija”, dijo el granjero a un joven pobre que apenas podía sostenerse en pie bajo el sol abrasador de la sierra mexicana..


El aire olía a tierra seca y a sudor, y el silencio que siguió a esas palabras fue tan pesado que parecía aplastar el alma.


El joven, con las manos callosas y los ojos hundidos por el hambre, miró al granjero con una mezcla de incredulidad y desesperación. Luego sus ojos se desviaron hacia el caballo negro que se alzaba como una sombra demoníaca al fondo del corral, relinchando con furia sus dientes amarillentos destellando bajo la luz cruel del mediodía.


Nadie en el pueblo se atrevía a acercarse a esa bestia. Decían que estaba poseída, que había matado a dos hombres con una sola cosa y que su mirada podía helar la sangre. El granjero, un hombre de rostro curtido como cuero viejo y barba gris desaliñada, cruzó los brazos sobre su chaleco raído. A su lado estaba su hija, una muchacha de cabello dorado como el trigo y ojos verdes que parecían guardar secretos oscuros.

Ella bajó la mirada, pero un leve temblor en sus labios de la toque no estaba tan conforme con la propuesta de su padre. El joven, cuyo nombre era Javier, tragó saliva. No tenía nada que perder. Su familia había muerto en una inundación meses atrás y las tierras que una vez cultivó ahora eran un recuerdo enterrado bajo el lodo.


Pero domar a ese caballo, eso era un desafío que rozaba lo imposible. ¿Y si no lo domino?, preguntó Javier, su voz temblorosa pero firme, mientras el granjero soltaba una risa seca que resonó como un trueno lejano. “Entonces, muchacho, no volverás a ver el amanecer”, respondió el granjero, señalando con un gesto vago hacia las colinas donde los buitres ya planeaban en círculos.

Javier sintió un escalofrío que no tuvo nada que ver con el calor. Miró a la muchacha de nuevo y por un instante sus ojos se encontraron. Había algo en esa mirada, una súplica silenciosa, un ruego que lo hizo apretar los puños. Sin más palabras, Javier se acercó al corral. El caballo lo observó con ojos salvajes, pateando la tierra y soltando un relincho que parecía un grito de guerra.


Los aldeanos que habían comenzado a reunirse a distancia murmuraban entre sí, algunos haciendo la señal de la cruz como si estuvieran presenciando un exorcismo. Javier respiró hondo, recordando los días en que su padre le enseñaba a tratar con los animales más indomables. “Habla con ellos, Javier”, le decía.


No con palabras, sino con el alma. Pero este caballo no parecía tener alma. Parecía una fuerza de la naturaleza, un espíritu encadenado que ansiaba libertad o venganza. Con pasos cautelosos, Javier entró al corral. El caballo se irguió sobre sus patas traseras y por un momento, Javier pensó que sería el fin. El animal cayó con un golpe que hizo temblar la tierra y el joven rodó por el suelo para evitar ser aplastado.


El granjero soltó una carcajada, pero la muchacha dio un paso adelante como si quisiera detenerlo inevitable. Javier se puso de pie, el polvo cubriendo su ropa arapienta y levantó una mano temblorosa hacia el caballo. “Tranquilo amigo”, susurró, aunque su voz se quebró. El caballo lo miró fijamente y por un instante el tiempo pareció detenerse.

De repente, un grito desgarrador cortó el aire. Todos giraron la cabeza hacia las colinas, donde una nube de polvo se alzaba como si el mismo estuviera cabalgando hacia ellos. “Bandidos!”, gritó un aldeano y el pánico se apoderó del pueblo. El granjero desenvainó un machete viejo que llevaba en la cintura mientras la muchacha corría hacia la casa para buscar un rifle.

Javier, atrapado entre el caballo y el caos, sintió que el corazón le latía en la garganta, pero el caballo, en lugar de huir, se acercó a él, olfateando su mano como si reconociera algo en su olor. No había tiempo para pensar. Los bandidos, una docena de hombres armados con rifles y rostros cubiertos por pañuelos, irrumpieron en el pueblo, disparando al aire y gritando órdenes.


El granjero se lanzó al frente, blandiendo su machete, pero un disparo lo derribó al suelo. La muchacha gritó corriendo hacia su padre, pero Javier la detuvo, empujándola detrás de una carreta volcada. Quédate aquí”, le ordenó mientras el caballo negro se encabritaba a su lado como si estuviera listo para la batalla.

Javier tomó una decisión en un instante. Agarró las riendas que colgaban del corral y con un salto desesperado montó al caballo. El animal relinchó furiosamente, pero no lo arrojó. En cambio, salió disparado hacia los bandidos con Javier aferrándose como podía. Los disparos zumbaban a su alrededor y por un momento pensó que moriría allí mismo, pero el caballo parecía guiado por una fuerza sobrenatural, esquivando balas y derribando a dos bandidos con coses precisas.


Los aldeanos, al ver esto, tomaron valor y comenzaron a contraatacar con piedras y herramientas. La batalla fue breve, pero brutal. Cuando el polvo se asentó, los bandidos yacían muertos o huyendo y el pueblo estaba en ruinas. Javier desmontó temblando mientras el caballo lo miraba con una calma inquietante. El granjero, herido vivo, se apoyó en su hija, quien corrió hacia Javier con lágrimas en los ojos.

“Lo hiciste”, susurró ella y por primera vez sonrió. Pero el granjero no estaba tan impresionado. Con un gruñido se puso de pie apoyándose en su machete. “Domaste al caballo”, dijo, su voz ronca por el dolor. “Pero no creas que esto termina aquí. Mi hija no es un premio que se entrega tan fácil.


” Javier lo miró confundido mientras la muchacha bajaba la mirada de nuevo. ¿Qué secreto escondía esa familia? ¿Y por qué el caballo lo había aceptado tan repentinamente? Esa noche, bajo un cielo lleno de estrellas, Javier se sentó junto a la fogata que los aldeanos habían encendido para celebrar la victoria. La muchacha, cuyo nombre era Sofía, se acercó con una taza de café caliente.

“Gracias”, dijo ella, sentándose a su lado. “No muchos habrían enfrentado a ese caballo o a esos bandidos.” Javier sonrió débilmente, pero su mente estaba en otra parte. ¿Por qué tu padre dijo eso?, preguntó. Sobre darte como premio. ¿Es en serio? Sofía suspiró mirando las llamas. Hay una maldición en esta tierra, confesó en un susurro.


Dicen que el caballo fue traído por un brujo hace 100 años. Solo el que lo dome puede romperla o pagar con su vida. Javier sintió un nudo en el estómago. ¿Y qué significa eso para mí?, preguntó su voz apenas audible. Antes de que Sofía pudiera responder, un relincho escalofriante resonó en la oscuridad.

Todos se pusieron de pie, mirando hacia el corral. El caballo negro estaba allí, pero algo era diferente. Sus ojos brillaban con un rojo intenso y su cuerpo parecía más grande, más imponente. “¡Corre!”, gritó Sofía, pero era demasiado tarde. El caballo cargó hacia ellos y Javier se lanzó al suelo justo cuando el animal pasaba sobre él dejando un rastro de fuego en la tierra.

El granjero apareció tambaleándose con un libro viejo en las manos. La maldición, gritó. Solo un sacrificio puede detenerlo. Javier miró a Sofía y en sus ojos vio la verdad. Ella sabía desde el principio que domar al caballo lo condenaría. Pero antes de que pudiera reaccionar, el caballo se detuvo girando su cabeza hacia el granjero.



Con un movimiento rápido, lo levantó con sus dientes y lo lanzó al aire. El cuerpo del hombre cayó con un golpe seco y el silencio volvió al pueblo. Sofía cayó de rodillas llorando mientras el caballo se acercaba a Javier de nuevo. Esta vez no había furia en sus ojos, solo una extraña paz. ¿Qué quieres de mí? gritó Javier, pero el caballo solo inclinó la cabeza como si esperara una decisión.

Sofía se levantó limpiándose las lágrimas. Si lo dejas ir, dijo, la maldición terminará, pero si te quedas con él, será su amo para siempre. Javier miró al caballo, luego a Sofía. El pueblo estaba en silencio, esperando su elección. Soltó las riendas y el caballo relinchó una última vez antes de galopar hacia las colinas, desapareciendo en la noche.

Sofía se acercó a él tomando su mano. “Eres libre ahora”, susurró. Pero en lo profundo de su mente, Javier sabía que algo de esa bestia aún vivía en él, un eco que lo perseguiría por siempre. Al amanecer, el pueblo comenzó a reconstruirse, pero Javier y Sofía se quedaron mirando el horizonte, sabiendo que la historia no había terminado, porque en las sombras de las colinas, un par de ojos rojos brilló brevemente antes de desvanecerse, dejando una promesa silenciosa de regreso. No.