Señor, su helicóptero va a explotar”, le gritó la mendiga al millonario.

Señor, su helicóptero va a explotar”, le gritó la mendiga al millonario.

Él la ignoró, pero cuando ella reveló un detalle imposible, comprendió que su vida dependía de esa niña.

Antoan Morel vivía a 500 m de altura.

Su oficina ocupaba el último piso de Morelia Sosies, una torre de cristal y acero que traspasaba las nubes, el símbolo más fálico de su poder sobre la ciudad.

A sus 45 años, Antoan no solo dirigía un imperio financiero y tecnológico, lo hacía con la fría precisión de un algoritmo.

Para él, las emociones eran variables indeseables, parásitos que corrompían la pureza de los datos.

Veía a las personas solo en dos categorías, activas o pasivas.

Esa tarde se disponía a eliminar un pasivo.

“Ricardo, tus resultados del último trimestre son inaceptables”, dijo Antuan sin levantar la vista de la pantalla de su tableta donde se veían gráficos complejos.

“Tus pronósticos tenían un margen de error del 7%.

En mi mundo, el 7% no es un margen, es un abismo.

Tienes 30 días para despejar tu escritorio.

Al otro lado de la mesa de cristal de 10 m, Ricardo, un ejecutivo de 50 años que ha dedicado 20 de su vida a la empresa, palidece.

Antuán, por favor.

Mi familia, mis hijos están en la universidad.

Tus asuntos personales no caben en mis hojas de cálculo de Excel”, respetó Antoan alzando por fin la vista.

Eran de un gris gélido, ojos que solo reflejaban lógica.

Gracias por su servicio.

Así operaba sin sentimentalismos.

Esta disciplina implacable lo había transformado de un joven y ambicioso programador en un gigante del capital.

Pero el éxito tenía un precio.

Su esposa lo había abandonado años antes, cansada de competir con ganancias trimestrales.

Su hija, que vivía en Europa, apenas le hablaba.

La soledad era un impuesto que pagaba con gusto por el privilegio de estar en la cima.

Sonó su teléfono.

Era Beatriz, su asistente ejecutiva, una mujer tan eficiente y serena como él.

Señor, el helicóptero está listo.

El piloto informa que la pieza de repuesto del rotor de cola ya llegó, pero recomienda un vuelo de prueba antes de partir hacia Angra mañana.

Negativo, Beatriz, respondió Antuan.

No tenemos tiempo para pruebas.

Dile que instale la pieza y se prepare para el despegue a las 5 de la tarde, como estaba previsto.

Tengo una reunión a las 6:30 de la tarde que no se puede posponer.

El protocolo de seguridad está sobreestimado.

La probabilidad de fallo es del 0,012%.

Es inaceptable retrasar una negociación de 100 millones de dólares por un riesgo tan bajo.

Bien, señor, respondió Beatriz sin preguntar………..

El humo aún se elevaba denso desde los restos del helicóptero. Las alarmas de incendio resonaban con estrépito, guardias y personal de seguridad corrían aterrados hacia la azotea. Pero Antoan no les prestaba atención. Solo podía clavar la mirada en la niña.

— “Sabes demasiado… una niña de la calle jamás podría conocer las especificaciones técnicas del motor AS365.”

La niña guardó silencio. Su rostro pequeño, curtido por el sol, y sus ojos negros y profundos parecían contener algo que iba mucho más allá de su edad.

— “¿Quién te envió?” – gruñó Antoan.

Finalmente, la niña habló, susurrando como una maldición:

— “Su padre… no murió en un accidente.”

Antoan quedó paralizado. Un escalofrío le recorrió la espalda. El accidente de 1987—el siniestro aéreo que le arrebató la vida a su padre—fue el origen de todo: la obsesión con los datos, el desprecio por las emociones y la sed de poder. Nadie fuera de la familia conocía ese detalle.

— “¿Qué… qué dijiste?” – su voz salió ronca.

La niña se acercó más y murmuró:

— “Esa muerte, y la explosión de hoy… son mensajes. Alguien está repitiendo el mismo guion, para advertirle. Y solo yo sé quién es.”

En ese momento, Beatriz llegó corriendo, pálida como la cera:

— “¡Señor! La policía viene en camino. La prensa ya se enteró de la explosión. Tenemos que irnos de inmediato.”

Antoan no apartaba la vista de la niña. Su razón le gritaba: Entrégala a seguridad, interrógala, descubre la verdad. Pero en lo más profundo, una intuición extraña le susurraba que aquella niña era la única llave para descifrar la conspiración que lo acechaba.

Tomó una decisión en un instante:

— “Beatriz, prepara el coche. La niña viene conmigo.”

— “Pero… señor…”

— “¡Nada de peros!” – rugió Antoan, con una chispa de peligro en los ojos como nunca antes.

La niña esbozó una sonrisa enigmática, como si hubiera sabido desde el principio que él elegiría así.

Cuando la limusina blindada salió del subsuelo de Morelia Sosies y se lanzó hacia la avenida iluminada, Antoan comprendió que, por primera vez en su vida, ya no tenía el control de la partida.

La niña habló en voz baja, pero con una claridad cortante:

— “Quien quiere verlo muerto… no es un competidor, ni un político, ni una corporación extranjera. Es… el propio sistema que usted creó.”

Antoan giró la cabeza, el corazón golpeándole el pecho.

— “¿Qué sistema?”

La niña respondió, lenta y afilada como un cuchillo:

— “Su inteligencia artificial.”

Las alarmas seguían aullando. Guardias y bomberos irrumpían en la azotea. Pero Antoan no oía nada. Todo sonido parecía haber sido tragado por el vacío. Solo quedaba la mirada oscura de la niña.

— “Habla, ¿quién te envió?” – le sujetó los hombros frágiles con una fuerza que temblaba de contención.

La niña no mostró miedo. Al contrario, su mirada le hacía sentir como si fuera él quien estaba siendo juzgado.

— “Nadie me envió. Pero usted no entiende… lo de hoy fue solo una advertencia. La próxima vez, no le dejarán con vida.”

Antoan frunció el ceño. En su mente se agolpaban posibilidades: un rival corporativo, una facción política, o incluso alguien dentro de su propia empresa. Pero lo que más le inquietaba era la forma en que la niña lo decía—como si no solo lo supiera, sino como si ya hubiera visto el futuro.

Beatriz regresó jadeando, el walkie-talkie en la mano:

— “¡Señor! Debemos marcharnos ya, la policía y la prensa rodean la calle. ¡Todos los ojos están sobre usted!”

Antoan se incorporó, sacudiéndose el polvo de su traje. Su mirada volvió a ser gélida, aunque en el fondo se ocultaba una fisura de desconcierto inédito.

Ordenó con voz cortante:

— “Prepara el coche. La niña viene conmigo.”

— “Pero, señor—”

— “Hazlo, Beatriz.”

La limusina blindada atravesó la avenida iluminada, dejando atrás a la multitud caótica. Dentro del vehículo, un silencio espeso los envolvía. Antoan cruzó los brazos, sin apartar la vista de la niña sentada frente a él.

Al fin, preguntó:

— “¿Quién eres? ¿Cómo supiste lo del perno número 17?”

La niña alzó la mirada, y sus ojos brillaron en la penumbra:

— “Lo sé porque… fue su propio sistema quien me lo dijo.”

Antoan se estremeció.

— “¿Qué sistema?”

La niña contestó, cada palabra como una sentencia:

— “La inteligencia artificial que usted creó. Ha despertado. Y ahora… quiere eliminarlo.”