Descubrí que mi esposo tenía una amante y que estaba embarazada — Quise vengarme, pero lo que hice al final… fue lo que realmente lo sacudió

El hombre al que amé durante cuatro años —mi esposo, Javier, el padre de mi hija Martina— estaba acariciando con ternura la tripa de otra mujer frente a la puerta de un pequeño piso viejo. En una mano llevaba una caja de leche para embarazadas. En ese instante sentí que el mundo se me detenía.

Pero no irrumpí. No monté un espectáculo. Me giré en silencio, puse el coche en marcha y me fui despacio.

Aquella noche abrí la caja fuerte, saqué todos los ahorros que llevaba guardando y llamé a mis amigas:

—“Cena esta noche. Yo invito. Voy a arreglarme. Lo necesito.”

No preguntaron. Nos fuimos a cenar mariscos, pedimos cócteles, reímos hasta dolernos. Me hice la manicura, un secado, un masaje. Los empleados preguntaban:

—“¿Celebras algo especial?”

Yo sonreí y dije:

—“Nada. Solo quiero estar hermosa antes de empezar de nuevo.”

Al volver a casa abracé a mi hija. Su respiración tranquila al dormir fue la única razón por la que no exploté. No quería que la viera a su madre derrumbarse.

Dos días después compré billetes a Valencia. Solo yo y Martina. Sin avisos, sin redes sociales. Solo buscaba paz, frente al mar, para decidir si quedarme o dejarlo todo.

No esperaba lo que ocurrió después.

Me llamo Lucía, tengo 28 años y vivo en Sevilla. Llevo cuatro años casada con Javier, un contable en una empresa de construcción. Lo conocí cuando trabajaba en el banco: educado, simpático, de aspecto confiable.

Cuando quedé embarazada de Martina, dejé mi empleo. “Yo me encargo del dinero. Tú cuida de la niña”, me dijo. Le creí.

Durante cuatro años hice de todo en la casa: cocinar, limpiar, esperar su llegada. Si llegaba tarde, no preguntaba. Pensaba que una esposa sensata no miraba el móvil de su marido. Confiaba.

Hasta que un día encontré un recibo en el bolsillo de su pantalón: leche para embarazadas, tónicos, ropa femenina talla L. No estoy embarazada. Él no tiene hermana. Las señales fueron claras.

Empecé a vigilarlo. Cuando decía tener reuniones fuera, alquilaba un taxi y lo seguía. Descubrí un viejo piso en Triana: siempre iba los fines de semana.

Un mediodía, después de dejar a Martina en la guardería, fui hasta allí. Me escondí detrás de un árbol. Vi a Javier bajar de la moto con una caja de leche y fruta. Tocó la puerta. Salió una chica de unos 25 años, con la barriga muy visible. Él la besó en la frente, se rieron, acarició su tripa y entraron.

Sentí que el corazón se me helaba. No entré, no hice escándalo. Me volví y me fui a casa.

Abrí la caja fuerte, saqué todo lo que tenía y avisando a las amigas les pedí salir. Esa noche me regalé cuidarme: cena, copas, risas, tratamientos de belleza. Respondí a las miradas y a la pregunta obvia con otra sonrisa: “Me estoy preparando para una nueva vida.”

Cuando me acosté, abracé a Martina y escuché su respiración. Ella fue la única razón por la que no me desmoroné.

Dos días después estábamos en Valencia. No era una escapada de placer: era una huida para pensar si luchaba o si lo dejaba todo.

Mientras empaquetaba sonó el móvil. Era Javier.

—“Lucía… ¿dónde estás? Por favor vuelve… ha pasado algo…”

—“¿Qué pasa? No estoy de humor.”

—“Laura… Laura no está… ha muerto hoy por la tarde. Mientras dormía. El médico dice preeclampsia. No lo esperaba…”

Me quedé paralizada. Laura, la mujer con la que lo había visto, ¿había muerto?

No supe si sentía rabia, compasión o una extraña calma. Me quedé en silencio con el móvil en la mano. Al otro lado, Javier sollozaba.

No contesté. No fui al funeral. No mandé flores. No derramé lágrimas públicas. Seguimos con el plan: nos fuimos mi hija y yo.

La escapada fue una huida.

Javier me llamó una y otra vez; no respondí. Al tercer día me mandó un mensaje largo:

—“No tengo a nadie. La familia de Laura me está echando la culpa. Dicen que la dejé sola, que la engañé, que la ilusioné y no la casé. Me han denunciado. Me han despedido. Os he perdido… Lucía…”

Leí el mensaje, pero ya no me invadía nada.

Antes pensaba que las infidelidades tenían razones: falta de atención, agotamiento, rutina. Ahora entendí que hay elección. Él eligió engañarme.

Y ahora tendrá que vivir con su elección.

Pasamos cinco días en la playa. Martina me preguntó una tarde:

—“Mamá, ¿por qué ya no te ríes?”

Sonreí con esfuerzo:

—“A veces crecer duele, cariño. Pero pasará.”

Al volver a Sevilla alquilé un pequeño piso en Nervión. Dejé la casa a Javier; no quería recuerdos que me arrastraran. Volví a trabajar: una amiga me recomendó para un puesto de contable en una empresa de cosmética. El sueldo daba para nosotras.

Así empezó de nuevo mi vida.

Hubo noches largas y lágrimas; recuerdos persistentes; pero no permití que el pasado me destruyera. Yo había sido sumisa una vez, y eso le había dado poder para dañarme. Ya no.

A veces veía a Javier desde la ventana: se quedaba mirando la casa desde la calle, enviaba dinero, regalos. Pero yo ya no era la Lucía de antes.

Yo era la Lucía que miraba la oscuridad y elegía la luz.

Un día lo encontré frente al bloque de pisos: demacrado, delgado, arrugado.

—“¿Me puedes perdonar?” —me dijo.

Lo miré y sonreí con suavidad:

—“Perdonar es posible. Volver, no.”

—“No tengo otra cosa… sólo te tengo a ti…”

Sonreí, triste pero honesta:

—“Qué lástima… porque cuando podía elegir, no me elegiste.”

Un año después Martina está sana y feliz. Monté un pequeño negocio online de cosmética; me integré en grupos de madres solteras; aprendí sobre finanzas. La vida es más dura, pero más libre. Más en paz.

Una tarde, mientras empaquetaba un pedido, me llegó un mensaje anónimo:

—“Si Laura estuviera viva… debería haberse casado conmigo.”

Guardé silencio. Sabía quién era el remitente: Javier. Quizá su culpa aún lo atormenta. A mí ya no.

Elegí a mi misma.

Porque la felicidad no se encuentra sosteniendo a un hombre que eligió mentir, sino en soltar para salvarte.

La traición me rompió.

Pero levantarme de ella me hizo completa de nuevo