“Vaquero dio su único caballo a una apache herida — al día siguiente, 70 guerreros sorprendieron”….

Me quedé inmóvil con las manos arriba tragando saliva. Eran demasiados. 70 hombres pintados de guerra con plumas, lanzas, rifles y caballos que parecían parte de la tierra misma. Yo sabía que no había salida y sin embargo, no me moví. Quizás porque ya había aceptado la muerte o quizás porque todavía tenía la esperanza de que lo que hice anoche tuviera algún peso en ese instante. El que iba al frente desmontó.

Era un apache alto, con el rostro marcado de cicatrices y un gesto que no dejaba espacio para dudas. Él era el jefe. Me miró fijo, como si quisiera leerme la vida entera en los ojos. Yo apenas respiraba. Tú, dijo con un español tosco, pero claro, tú diste tu caballo. No entendí al principio. Luego recordé a la mujer. La herida.

Mi caballo alejándose en la noche. Sí, contesté con voz temblorosa. Le di lo único que tenía. El jefe asintió despacio y luego de pronto levantó la mano. Los 70 guerreros bajaron sus armas al mismo tiempo. El silencio que se hizo fue tan grande que hasta el viento pareció detenerse. Yo no podía creerlo.

No solo me mataron, sino que me miraban con una especie de respeto, como si hubiera pasado una prueba que ni siquiera sabía que existía. El jefe me señaló. Ella es hija mía. Sentí un golpe en el pecho. No solo había salvado a una mujer, había salvado a la hija del líder de esa tribu. Si la hubiera dejado morir, probablemente en ese momento me estarían desollando vivo.

Pero mi acto cambió todo. Lo que sucedió después fue aún más extraño. No me mataron, no me dejaron ahí tirado. Me invitaron a montar en uno de sus caballos y me llevaron con ellos. Yo, un vaquero solitario rodeado de 70 apaches en fila rumbo a su campamento. Nadie decía nada, solo el sonido de los cascos contra la tierra.

Y mientras avanzábamos, yo pensaba en silencio, “¿Qué quieren de mí? ¿Por qué no me dejan ir?” Cuando llegamos al campamento, entendí. La mujer que yo había ayudado estaba viva. La estaban curando con hierbas y cantos y cuando me vio entrar me dedicó por primera vez una mirada distinta. No era ternura, era reconocimiento, como si me estuviera aceptando en un círculo donde muy pocos entraban.

El jefe me ofreció carne seca y agua. Yo estaba hambriento, así que acepté sin dudar. Y mientras comía, él me observaba. Muchos hombres matan a Pache. Tú no, tú diste vida. Yo no sabía qué responder. No me sentía un héroe ni mucho menos. Yo solo había hecho lo que me dictó la conciencia, pero los días siguientes fueron una prueba.

No era invitado, no era prisionero, era algo en medio. Me dejaban estar, me daban comida, pero siempre vigilado. Podía sentir los ojos encima de mí todo el tiempo. Algunos guerreros no me querían ahí y lo demostraban con miradas duras, con empujones al pasar cerca. Y entonces, la primera noche todo cambió.

Un grupo de colonos armados atacó el campamento a Pache. Yo lo vi con mis propios ojos. Hombres blancos con rifles disparando sin aviso. El caos fue inmediato. Gritos, fuego, caballos relinchando. Los apaches corrían para defenderse y yo tuve que decidir en cuestión de segundos. podía huir en medio del desorden o podía tomar un arma y pelear junto a ellos.

Agarré un rifleche y disparé contra los atacantes. No por ellos, sino porque sentí que ya no podía dejar que se repitiera lo que tantas veces había visto, la matanza sin sentido. Esa noche me convertí en algo más que un vaquero. Me convertí en un testigo, en un hombre marcado por la sangre de dos mundos. La pelea duró horas, aunque a mí me pareció eterna.

Cuando todo terminó, varios colonos estaban muertos en el suelo y los apaches también habían perdido algunos de los suyos. El jefe se me acercó con el rostro duro, pero los ojos brillando de un modo extraño. “Ahora tú eres parte”, me dijo. No, amigo, no enemigo. Parte. Esa frase me retumbó por dentro. Parte de qué? parte de su tribu, parte de su destino.

Yo no entendía, pero ya no había vuelta atrás. Los días se hicieron semanas. Yo aprendí palabras en su lengua. Ellos me enseñaron a cazar de otra forma, a leer las huellas en la tierra, a moverme sin hacer ruido. Y sin darme cuenta empecé a sentir respeto por ellos. Eran duros, sí, pero también tenían códigos, tenían honor.

Hasta que un día llegó la noticia que lo destrozó todo, el ejército de los Estados Unidos estaba marchando hacia esas tierras. Venían con cientos de soldados, con artillería, con órdenes claras, eliminar a cualquier apache que encontraran. El jefe reunió a los guerreros. Yo estaba ahí escuchando. Todos hablaban, discutían, gritaban.

Algunos querían resistir, otros huir hacia las montañas. Y entonces la hija del jefe, la mujer que yo había salvado, habló por primera vez en voz alta delante de todos. Él dijo, señalándome. Él nos enseñará qué hacer. El campamento entero volteó a verme. Yo sentí que la tierra se me abría bajo los pies. Yo, un vaquero sin nada, guiando a 70 guerreros contra un ejército.

El jefe no sonró ni me presionó, solo dijo, “Tú diste tu caballo, tú peleaste a nuestro lado, ahora decides.” Y ahí, amigo, fue cuando la verdadera historia comenzó.