UNA LIMPIADORA EN LA SALA DE REUNIONES
UNA LIMPIADORA EN LA SALA DE REUNIONES
Nadie se percató de ella cuando entró. Vestía el uniforme gris del personal de limpieza y llevaba un cubo y una escoba. En la sala de reuniones, cinco ejecutivos discutían acaloradamente cómo reducir costes para aumentar los beneficios del trimestre.
—Hay que despedir al 20% del personal de base —decía uno de ellos, sin levantar la mirada del portátil.
—Podemos automatizar la recepción —añadió otro—. Y reducir las horas del equipo de mantenimiento y limpieza. La gente lo entenderá.
—¿Y si cerramos la planta de Sevilla? —preguntó una mujer de traje rojo—. Son los menos productivos.
La limpiadora se agachó en silencio, recogió un papel del suelo, lo guardó en el cubo y siguió con su escoba. Uno de los ejecutivos frunció el ceño.
—¿Podrías hacer eso luego? Estamos en una reunión importante.
Ella lo miró con amabilidad.
—Lo siento, pensé que no molestaba. Sigo callada.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó otro, con tono despectivo.
—Cuarenta y dos años.
Se hizo un silencio incómodo. Los trajes dejaron de teclear. La mujer de rojo frunció los labios.
—¿Tanto tiempo?
—Sí. Empecé fregando cuando ustedes aún no habían nacido. He limpiado esta sala cada noche, incluso cuando aquí se tomaban decisiones que jamás entendería.
El director general carraspeó.
—¿Quiere decir algo, señora…?
—Rosa. Me llamo Rosa.
—Adelante, Rosa. Ya que ha escuchado, ¿qué opina usted?
Ella sonrió con una ternura desconcertante.
—No sé de finanzas, ni de balances. Pero he visto muchas cosas. Sé quién entra temprano y quién se va antes. Quién saluda y quién no mira a los ojos. Sé que la planta de Sevilla trabaja como nadie, aunque no generen tanto. Sé que el señor de recepción ha ayudado a más empleados de lo que ustedes imaginan. Sé que cuando limpias los restos de una reunión, también puedes limpiar un poco el alma si prestas atención.
Uno de los ejecutivos intentó interrumpirla, pero Rosa levantó una mano.
—Solo digo una cosa: si quieren limpiar números, limpien primero el corazón. Porque cuando se toman decisiones con frialdad, se pierde el calor humano. Y cuando eso pasa… la empresa se enfría. Y muere.
Silencio total.
Ella se giró, recogió su cubo y salió sin más. Los ejecutivos se quedaron enmudecidos. El que antes hablaba de automatizar la recepción tragó saliva.
—¿Creéis que deberíamos…?
—Sí —interrumpió la mujer de rojo—. Deberíamos bajar a Sevilla. Y hablar con la gente antes de borrarles del mapa.
Desde aquel día, Rosa siguió limpiando como siempre. Pero ahora, todos sabían su nombre. Y cuando pasaba por la sala de reuniones, las voces se bajaban. Porque alguien había barrido el ego… y recordado lo que era una empresa con alma.