—Mamá, ¿ese era el puente? —preguntó Emil con voz temblorosa, mirando por la ventanilla del tren.
“LOS PÁJAROS NO OLVIDAN”
—Mamá, ¿ese era el puente? —preguntó Emil con voz temblorosa, mirando por la ventanilla del tren.
Clara asintió sin hablar. Lo vio a través del reflejo del cristal: tenía los ojos fijos, la mandíbula apretada. Solo tenía 10 años, pero desde aquel día, todo en él se volvió más adulto.
Habían pasado tres meses desde el atentado. Aquel 22 de julio, Clara y Emil iban en bicicleta hacia la casa de su hermana. El cielo de Praga estaba despejado, y Emil reía mientras hacía zigzag por el carril bici. Todo parecía en calma hasta que el suelo tembló. Un estruendo. Una columna de humo. Clara solo alcanzó a lanzarse sobre su hijo antes de que el segundo artefacto explotara.
Sobrevivieron. Por centímetros. Pero algo dentro de ambos cambió para siempre.
—¿Por qué lo hizo, mamá? —preguntó una noche Emil, sin quitar la vista del techo.
Clara guardó silencio unos segundos. Luego dijo:
—Porque hay personas que viven tan rotas por dentro, que solo saben romper lo que tocan. Pero eso no significa que tú tengas que vivir con miedo.
Él giró la cabeza, buscando en los ojos de su madre algo más fuerte que la rabia.
—¿Y cómo se deja de tener miedo?
Ella sonrió con tristeza y le acarició el cabello:
—Recordando que el amor también hace ruido. Que después de cada explosión, hay manos que ayudan, abrazos que contienen y canciones que vuelven a sonar.
El primer día que Emil volvió al colegio, Clara lo esperó afuera con una sorpresa.
—¿Te acuerdas del petirrojo que vimos en el parque ese día? —le dijo mientras sacaba de su bolso un cuaderno—. Le hice un dibujo. Lo he llamado Rudi. Y cada vez que sientas miedo, puedes hablarle.
—¿Un pájaro?
—Sí. Los pájaros no olvidan dónde están las ramas fuertes. Y tú también lo recordarás.
Con los meses, Emil comenzó a dibujar más. Petirrojos, trenes, árboles que no se caían aunque soplara el viento. Hacía tiras cómicas con superhéroes que salvaban ciudades con palabras en lugar de bombas.
Un día, su profesor encontró uno de sus dibujos y lo colgó en el aula.
—¿Quién es este? —le preguntó un compañero señalando al personaje.
—Es Rudi —respondió Emil—. Él canta aunque haya explosiones. Porque no canta para no tener miedo… canta para no olvidarse de que está vivo.
Cuando finalmente se celebró el acto de homenaje a las víctimas, Emil pidió leer unas palabras. Todos pensaron que sería demasiado para un niño. Pero Clara lo dejó decidir.
Subió al estrado, con su cuaderno en las manos. Respiró hondo y dijo:
—Aquel día vi a un hombre que quería que tuviéramos miedo. Pero también vi a una mujer que me cubrió con su cuerpo, a un policía que me dio su abrigo, a una enfermera que me susurraba que todo iba a estar bien.
Hizo una pausa. Luego alzó su dibujo:
—Este es Rudi. Me acompaña desde entonces. Porque incluso en los peores días, hay algo que canta dentro de nosotros. No olvidemos eso.
Clara, entre el público, rompió a llorar. No de tristeza. Sino de alivio.
La vida puede sacudirse. Puede doler. Pero en medio de los escombros, los pájaros siguen volando. Y los niños también.