Martina tenía 28 años y vivía sola en un pequeño piso de alquiler en Barcelona.

Martina tenía 28 años y vivía sola en un pequeño piso de alquiler en Barcelona. Trabajaba en una librería del centro y, aunque amaba los libros, había días en los que el silencio se le hacía demasiado largo. Su madre vivía en otra ciudad, su padre había fallecido hacía años y su círculo de amigos se fue reduciendo con el tiempo.

Una noche, mientras ordenaba una caja de libros antiguos que un cliente había donado, encontró una carta doblada con mucho cuidado, sin sobre. No tenía dirección ni nombre. Solo decía:

“A quien lo necesite.”

Curiosa, se la llevó a casa. Dudó un rato, pero finalmente la abrió. La letra era redonda, como de otra época. Decía:

“Hoy no pude más. Pensé en rendirme. Pensé que quizás el mundo estaría mejor sin mí. Pero luego me senté en el banco del parque y vi a un niño correr detrás de una paloma. Y por un instante, sonreí.

Entonces me di cuenta de que, aunque sea por un solo segundo, algo puede cambiar. Y ese segundo, ese mínimo destello, es suficiente para seguir un día más.

Si estás leyendo esto, por favor: aguanta. Tal vez mañana sea ese día que estabas esperando.”

Martina lloró. No supo por qué. Tal vez por cansancio. Tal vez porque llevaba semanas sintiéndose vacía, arrastrando los pies, apagando las alarmas sin ganas de salir.

Al día siguiente, llegó antes al trabajo y colocó la carta en una estantería especial, entre dos libros de poesía, con un pequeño cartel que decía: “Llévala si la necesitas”.

Una semana después, la carta desapareció. En su lugar, alguien había dejado otra.

“Gracias. Esa carta me salvó. Hoy dejo esta otra, por si alguien más la necesita.”

Martina comenzó sin darse cuenta una cadena silenciosa. Cada semana, nuevas cartas aparecían y desaparecían. Algunas cortas, otras largas. Todas con algo en común: eran mensajes anónimos que hablaban de esperanza, de pérdidas, de segundas oportunidades.

La estantería se volvió popular. Clientes entraban buscando “ese rincón de las cartas”. Incluso hubo quien traía la suya escrita desde casa.

Una tarde, una mujer mayor se acercó a Martina, con lágrimas en los ojos.

—Perdí a mi hija hace seis meses. Creí que nadie podía entender mi dolor… hasta que leí una carta en tu tienda. No sé quién la escribió, pero le estaré agradecida toda mi vida.

Martina sonrió, apretando los labios. No dijo nada. Solo señaló la estantería y dijo:

—Ese rincón… lo empezaste tú