En un barrio viejo de Alejandría, donde las fachadas están gastadas por la sal del mar y los gritos de los vendedores llenan las calles, vivía Youssef Khalil, un anciano de 85 años que caminaba lentamente apoyado en un bastón de madera oscura.

“EL BASTÓN DE YOUSSEF”

En un barrio viejo de Alejandría, donde las fachadas están gastadas por la sal del mar y los gritos de los vendedores llenan las calles, vivía Youssef Khalil, un anciano de 85 años que caminaba lentamente apoyado en un bastón de madera oscura.

No era un bastón cualquiera. Tenía marcas, pequeños grabados y un brillo que no se debía al barniz, sino a los años de uso. Los niños del barrio decían que aquel bastón estaba encantado, porque cada vez que Youssef se sentaba a descansar en la plaza, comenzaba a contar historias que parecían cobrar vida.

—Este bastón no es mío —decía él, con voz grave—. Me lo prestó el tiempo.

Cuando alguien preguntaba qué significaba eso, Youssef acariciaba la madera y empezaba un relato. Contaba que de joven había sido marinero, que había navegado por el Mediterráneo llevando especias, telas y sueños. Decía que el bastón lo había hecho un carpintero griego en Rodas, con madera de un barco hundido. Y que cada vez que apoyaba el bastón en el suelo, escuchaba el eco de las olas.

Los niños lo escuchaban embelesados. Algunos adultos, en cambio, sonreían con escepticismo, convencidos de que eran solo cuentos para entretener. Pero nadie podía negar que cuando Youssef hablaba, la plaza entera se volvía más cálida, más luminosa.

Un día, un joven llamado Karim, que trabajaba cargando cajas en el puerto, se acercó a él. Estaba cansado de la vida dura, convencido de que no tenía futuro.
—Viejo Youssef, ¿de qué sirve soñar si todo termina igual? —preguntó con rabia.

El anciano golpeó suavemente el suelo con su bastón y respondió:
—Sirve de faro. Sin sueños, Karim, solo eres barco a la deriva.

Aquella frase se quedó grabada en el muchacho. Desde entonces, iba cada noche a escuchar las historias, y poco a poco, comenzó a creer que su vida podía ser distinta.

Con el tiempo, más y más jóvenes se reunían alrededor del anciano. Algunos le llevaban té, otros pan, otros simplemente sus oídos. Youssef nunca pedía nada; solo hablaba y escuchaba. Les enseñaba que la vida no se medía en riquezas, sino en huellas. “El mar olvida a los barcos, pero nunca olvida a quienes se atreven a navegar”, repetía.

Un invierno, Youssef enfermó. Pasaba los días en su casa, y el barrio lo echaba de menos. Una tarde, pidió a Karim que lo ayudara a llegar hasta la plaza. Se sentó en su banco habitual, con el bastón sobre las rodillas, y miró a la gente reunida.

—Ha llegado la hora —dijo con serenidad—. Este bastón ya no me pertenece.

Todos guardaron silencio. Karim, confundido, le preguntó:
—¿Y a quién pertenece entonces?

Youssef sonrió.
—Al primero que entienda que no es un trozo de madera, sino un recordatorio: que mientras tengas un sueño, siempre tendrás un camino.

Colocó el bastón en el centro de la plaza. Nadie se atrevió a tocarlo. Esa noche, Youssef falleció en su casa, tranquilo, como un marinero que regresa al puerto después de un largo viaje.

Al día siguiente, Karim tomó el bastón y lo levantó con cuidado. Lo sostuvo frente a los demás y dijo:
—No seré marinero como él, pero llevaré su faro conmigo.

Desde entonces, Karim se convirtió en narrador de historias en la plaza. No inventaba aventuras de mares lejanos, sino que contaba las luchas y sueños del propio barrio. Y cuando golpeaba el suelo con el bastón, los niños decían que aún se escuchaba el eco del mar.

El bastón de Youssef sigue en Alejandría, pasando de manos en manos, recordando a todos que los sueños, como las olas, nunca mueren: siempre vuelven