Andrea tenía 24 años y dos bolsillos rotos. Uno en la mochila. El otro en el alma.
Andrea tenía 24 años y dos bolsillos rotos. Uno en la mochila. El otro en el alma.
Era madre soltera desde los 19. La historia no era trágica ni épica. Simplemente… sucedió. El padre desapareció como tantos. Sin escándalo, sin adiós.
Solo se fue.
Desde entonces, cada día de Andrea era un acto de resistencia.
Su hija, Luna, tenía cuatro años. Un torbellino de preguntas, mocos y abrazos.
—Mamá, ¿vamos al parque hoy?
—Claro, si terminamos la sopa.
Andrea había aprendido a estirar el dinero como si fuera chicle. Arroz con lo que hubiera. Zapatillas compradas en mercadillo. Juguetes sacados de la basura, limpiados como si fueran tesoros.
Trabajaba por horas limpiando casas. Casi siempre en silencio, sin que la vieran. A veces le dejaban una nota. Otras veces, ni eso.
Pero lo que más la marcaba no era el cansancio, ni el dinero justo.
Era la invisibilidad.
Nadie preguntaba cómo estaba. Nadie la esperaba en casa. Nadie sabía lo fuerte que era, excepto su hija.
Cada día, salía con el carrito de bebé viejo —aunque Luna ya no lo necesitaba—, porque allí cargaba las bolsas del mercado, los cambios de ropa, los tuppers del día anterior, los pañuelos, los miedos.
Ese carrito era su mochila de vida.
Una tarde, mientras esperaba en la fila de un comedor social, una mujer detrás de ella murmuró:
—Qué joven, y ya con una criatura. Seguro es otra que vive del cuento.
Andrea tragó saliva. No respondió. Solo apretó con más fuerza el manillar del carrito.
Dentro, Luna dormía envuelta en una manta con olor a lavanda barata.
No era la primera vez que la juzgaban. Ni la última.
Pero esa noche, al llegar a casa, Andrea encendió la pequeña lámpara del pasillo. Sacó un cuaderno y escribió:
“Hoy no respondí. Pero un día lo haré. Un día, esta historia será mi bandera.”
A la semana siguiente, la vecina del 3ºA le pidió si podía cuidar a su madre dos horas al día.
—Sé que tú sabes cuidar. Se te nota en la mirada.
Andrea aceptó.
Poco a poco, empezaron a llamarla de más sitios. No era mucho, pero ahora podía comprar yogures. Podía decirle sí a un cuaderno con pegatinas. Podía soñar.
El carrito seguía con ella. Ya no por necesidad, sino como símbolo. Como testigo.
A veces lo miraba y pensaba:
—Si este carro hablara, contaría lo que nadie vio. Las lágrimas escondidas. Las veces que quise rendirme. Las noches sin cena. Las mañanas sin abrigo. Las fiestas a las que no fuimos. Los abrazos que me di a mí misma para no caer.
Pero también contaría las risas. Las canciones inventadas. Las veces que bailamos en la cocina con los calcetines mojados. Los besos antes de dormir.
Un día, en una feria del barrio, Luna le dijo:
—Mamá, cuando sea grande, quiero un carrito como el tuyo. Para ser fuerte como tú.
Andrea sonrió. Y supo que todo valía la pena.
Porque a veces, el amor no viene con flores ni aplausos.
Viene en forma de carrito viejo. Y de una niña que no ve pobreza, sino heroísmo