En Buenos Aires, en una esquina del barrio de San Telmo, había un joven que todos conocían como Lucas “el flaco”.

En Buenos Aires, en una esquina del barrio de San Telmo, había un joven que todos conocían como Lucas “el flaco”. Tenía apenas 22 años, el cabello siempre despeinado y una guitarra que parecía tan gastada como sus zapatillas.

No venía de una familia de músicos. Su padre era albañil, su madre costurera, y muchas veces el dinero apenas alcanzaba para el alquiler. Pero un día, cuando Lucas tenía 12, encontró una guitarra rota en la basura. La llevó a casa, la pegó con cinta, y desde entonces no dejó de tocar. Aprendió solo, mirando tutoriales en cibercafés y copiando acordes de oído.

Cada tarde se instalaba en la plaza Dorrego, donde los turistas miraban el tango callejero, y tocaba canciones propias. No siempre lo escuchaban. A veces la gente pasaba apurada, otras veces dejaban unas monedas, y en ocasiones alguien lo grababa en el celular. Lucas no se desanimaba:
—Una sola persona que se detenga ya vale la pena —decía.

Su sueño era simple y enorme a la vez: grabar un disco con sus canciones. Pero no tenía dinero, ni contactos, ni estudios. Solo tenía esa guitarra remendada y una voz rasposa que parecía hecha de veredas mojadas.

Un día, una anciana llamada Doña Mercedes, que vendía empanadas en la plaza, se le acercó.
—Flaco, vos cantás con el corazón. ¿Por qué no probás en un teatro de verdad?
—Porque ahí no me dejan entrar con mis zapatillas rotas —respondió él, riéndose.

Doña Mercedes lo miró fijo.
—Entonces habrá que armar un teatro acá.

Esa misma semana, los vecinos organizaron algo increíble. Colgaron luces de colores entre los árboles, llevaron sillas viejas, y la plaza se transformó en escenario. Lucas, con su guitarra maltrecha, fue el protagonista. Cantó toda la noche. Hubo risas, lágrimas y un aplauso tan largo que los turistas pensaron que se trataba de un festival oficial.

Alguien subió un video a internet. En pocos días alcanzó miles de reproducciones. Y entre quienes lo vieron estaba un productor musical independiente, que viajó a San Telmo solo para buscarlo.

—Pibe, tus canciones tienen algo que no se aprende en academias —le dijo—. Quiero grabarte.

Lucas no lo creyó al principio. Pero meses después, tenía su primer disco casero: Sombras en la vereda. No era perfecto, pero sonaba auténtico. Las letras hablaban de trenes perdidos, de madres que cosen hasta tarde, de chicos que sueñan con escapar del barrio pero siempre vuelven.

El disco empezó a circular en radios comunitarias y bares de Buenos Aires. De a poco, Lucas pasó de cantar para diez personas en la plaza a llenar pequeños teatros. Pero nunca dejó San Telmo. Seguía yendo cada tarde, guitarra en mano, para tocar en la misma esquina donde había empezado.

Cuando le preguntaban por qué no se mudaba a escenarios más grandes, respondía con una sonrisa:
—Porque esta esquina fue mi primer teatro, y acá aprendí que el aplauso más importante es el de los vecinos que te conocen desde siempre.

Doña Mercedes, con su carrito de empanadas, siempre estaba en primera fila. Cada vez que Lucas terminaba una canción, levantaba la mano y gritaba:
—¡Flaco, esa es la mejor!

Hoy, Lucas tiene más discos, ha viajado a otros países y sus canciones suenan en radios grandes. Pero en su casa, sobre una repisa, sigue guardando aquella guitarra rota que rescató de la basura. No la afina, no la toca: la conserva como recuerdo de que la música no empezó con fama ni estudios, sino con la terquedad de un niño que decidió que un pedazo de madera podía convertirse en un universo.

Y cada vez que alguien le pide un consejo, repite las palabras que lo sostuvieron:

“Una sola persona que se detenga a escucharte ya hace que valga la pena.”