Esas palabras se le clavaron en el pecho como cuchillos. Rosa tenía 64 años y acababa de llegar al hospital tras recibir la llamada que ninguna madre espera.
—Lo siento, señora. Su hija está muy grave.
Esas palabras se le clavaron en el pecho como cuchillos. Rosa tenía 64 años y acababa de llegar al hospital tras recibir la llamada que ninguna madre espera.
Su hija, Clara, 28 años, había sufrido un accidente de tráfico. Iba sola. Llovía. Perdiò el control. Chocó contra un árbol. El pronóstico era reservado.
—¿Puedo verla?
—No, está en quirófano. Pero… le aviso que el impacto fue severo.
Rosa se desplomó en una silla. Sacó un pañuelo arrugado del bolso. Lo olió. Era de Clara, de cuando tenía 12 años. Se lo había dado antes de ir a un campamento y desde entonces lo guardaba como un amuleto.
—No te vayas ahora… no después de todo lo que nos costó reencontrarnos…
Horas antes del accidente, madre e hija habían discutido.
—Siempre me dices lo que tengo que hacer, mamá. ¡No soy una niña!
—Y tú siempre te vas sin despedirte, sin decir un simple “te quiero”.
Clara había salido dando un portazo.
Ahora, Rosa estaba frente a la posibilidad de que esa fuera la última vez que hablaran.
Pasaron tres horas.
Cuando los cirujanos salieron, no hicieron falta palabras.
—¿Está viva? —preguntó Rosa con voz quebrada.
—Técnicamente… sí. Pero está en coma. No sabemos si despertará.
Días después, Rosa la acompañaba cada tarde en silencio. A veces le leía cartas antiguas. Otras, simplemente la observaba respirar.
—¿Te acuerdas cuando te caíste de la bici y dijiste que querías irte de este mundo porque todo dolía? —murmuraba—. Yo te abracé tan fuerte que te dormiste en mis brazos. Hoy, Clara… hoy me toca a mí abrazarte así… aunque no me veas.
Una noche, mientras Rosa le acariciaba el pelo, algo cambió.
Clara comenzó a respirar diferente.
Y de repente, murmuró:
—Mamá…
—¡Clara! ¡Estoy aquí, mi amor! ¡Estás volviendo!
Los médicos entraron. Revisaron signos, luces, reflejos.
—Es un milagro —dijo uno de ellos—. Estuvo al borde, pero ha vuelto.
Clara volvió a quedarse dormida. Su recuperación sería larga. Pero volvió.
Unos días después, ya más consciente, tomó la mano de su madre.
—Vi una puerta, mamá. Grande. Blanca. Me llamaba.
—¿Y qué pasó?
—Escuché tu voz. Pero no aquí —señaló su cabeza—, aquí adentro. Me dijiste “aún no”. Me dijiste que me esperabas con un abrazo.
Rosa lloró sin intentar disimular.
—Era verdad, hija. Te estaba esperando. Te seguiré esperando toda la vida.
—Me di cuenta de algo —dijo Clara, con la voz débil—. Nos pasamos años discutiendo por tonterías. Y cuando estás a punto de cruzar esa puerta… lo único que quieres es un minuto más para decir “perdón”, o “te quiero”.
—No nos va a faltar ese minuto. Nunca más.
Clara cerró los ojos, tranquila. Esta vez no era el coma. Era el descanso. Estaba viva. Estaba despierta.
Y la puerta… no se cerró.