Doña Clarita vendía flores en Xochimilco desde que tenía uso de razón. Había heredado el puesto de su madre, quien a su vez lo había heredado de la suya.

LA FLORISTA DE XOCHIMILCO

Doña Clarita vendía flores en Xochimilco desde que tenía uso de razón. Había heredado el puesto de su madre, quien a su vez lo había heredado de la suya. Cada día, antes del amanecer, Clarita se subía a su trajinera con un canasto lleno de cempasúchil, dalias, nardos y gardenias, y recorría los canales saludando a los pescadores, a los turistas dormidos y a los viejos que jugaban dominó en la orilla.

—¡Lleve sus flores, patrón! ¡Las más frescas del canal! —gritaba con esa voz rasposa que solo dan los años y la esperanza.

Vivía en una casita pequeña con su nieto Emiliano, de ocho años. Su hija se había ido al norte cuando el niño apenas caminaba. Desde entonces, Clarita fue madre, abuela y padre. Le enseñó a leer con los letreros de los puestos, a sumar contando flores y a respetar la tierra.

—La flor nace del lodo, mijito. Por eso es fuerte —le decía—. Igual que tú y yo.

Emiliano tenía una risa contagiosa y unos ojos enormes que siempre parecían preguntar algo. A veces acompañaba a su abuela en la trajinera, ayudando a organizar los ramos y a contar las monedas. Pero Clarita tenía un sueño escondido: quería que el niño estudiara. Que no vendiera flores toda su vida. Que supiera más del mundo que solo esos canales.

Una tarde, al volver a casa, encontró en la puerta un sobre arrugado. Era una carta. Decía que Emiliano había sido aceptado en una escuela especial de Ciudad Universitaria. Una beca completa. El niño había hecho el examen sin que ella lo supiera, con la ayuda de la directora de la escuela pública.

—¿Y yo cómo voy a ir hasta allá, abue? —preguntó Emiliano, asustado.

Clarita lo miró con el corazón apretado. Nunca había salido de Xochimilco. Pero sabía que era el momento de soltar el remo.

Vendió la trajinera. Regaló sus flores a las vendedoras vecinas. Se despidió de los canales, de los amigos, de los perros que la seguían cada día. Y una mañana cualquiera, con una mochila al hombro y su nieto de la mano, tomó el metro por primera vez.

La ciudad le pareció un monstruo gris, enorme y ruidoso. Pero cuando vio a Emiliano entrar a su primera clase con los ojos brillando, supo que había hecho bien.

Se consiguió un trabajo limpiando escaleras en un edificio del centro. Por las noches, cocinaba arroz con leche y contaba historias al niño. No eran cuentos clásicos, eran leyendas del canal: del tlacuache sabio, del ajolote que hablaba, de la flor que florecía solo en la luna llena.

Pasaron los años. Emiliano creció. Fue el primero de su familia en ir a la universidad. Se convirtió en biólogo especializado en conservación de especies acuáticas.

Un día, ya adulto, volvió a Xochimilco. Caminó entre los canales como si escuchara voces antiguas. Y justo en el lugar donde su abuela vendía flores, plantó un pequeño jardín de dalias y cempasúchiles. A su lado, colocó un letrero que decía:

“Aquí floreció mi abuela. Y gracias a ella, sigo creciendo.”

Clarita no estaba ya. Pero cada Día de Muertos, cuando el sol se refleja en los canales y el olor a flor inunda el aire, muchos aseguran que se oye una voz lejana gritar:

—¡Lleve sus flores, patrón! ¡Las más frescas del canal!