Valentina llevaba dos horas esperando en la Puerta 16 del aeropuerto de Lisboa, con un café ya frío en la mano y los auriculares puestos, aunque no escuchaba nada.

“LA GATA DE LA PUERTA 16”

El vuelo estaba retrasado.

Valentina llevaba dos horas esperando en la Puerta 16 del aeropuerto de Lisboa, con un café ya frío en la mano y los auriculares puestos, aunque no escuchaba nada. Se había despedido de una relación rota, de una ciudad que ya no la hacía feliz, y ahora esperaba el avión como quien espera que le devuelvan el alma.

Fue entonces cuando la vio.

Una gata, flaca, sucia, con manchas grises y ojos color ámbar, apareció entre las sillas. No caminaba con miedo. Caminaba como si supiera a dónde iba.

Se subió a una maleta abandonada. Luego a una silla. Nadie parecía verla.

Valentina la miró.

—¿Y tú qué haces aquí? —susurró.

La gata la miró de vuelta. Tenía un pedazo de cinta de equipaje colgando del cuello, como un collar improvisado. En él, una palabra escrita a bolígrafo:

“Lua”.

—¿Te perdiste? —preguntó Valentina.

La gata bajó de la silla y, sin más, se sentó a su lado.

Un niño al otro lado del pasillo la señaló.

—¡Mamá, un gato!

—No es nuestro —respondió la mujer, apartándolo.

Un guardia de seguridad pasó cerca. Valentina levantó la mano.

—Disculpe… hay un gato suelto.

El hombre la miró y sonrió.

—Ah, sí. Esa gata lleva días rondando el aeropuerto. Nadie sabe de dónde vino. Aparece y desaparece. Pero siempre vuelve a la Puerta 16.

—¿Nadie la adopta?

—La gente se toma fotos, le da algo de comida… pero nadie se la lleva. Parece que espera algo.

Valentina bajó la mirada. Lua la seguía observando, quieta, como si supiera que esa conversación iba con ella.

—¿Y si te viniste en una maleta? —dijo, medio en broma—. ¿Y si llegaste a este país para encontrar algo?

La gata ronroneó. Su pelaje estaba sucio, pero los ojos… los ojos parecían los de alguien que había visto demasiado.

El altavoz anunció el embarque.

Valentina se levantó. Lua no se movió. Solo la miraba.

—Bueno, Lua. Supongo que esta es tu puerta.

Dio dos pasos, y el corazón le dolió. ¿En serio iba a dejarla ahí? ¿Después de todo lo que ella misma había sentido estos días? ¿Después de todas las veces en que se sintió igual de invisible?

Volvió.

—No puedo dejarte sola —dijo, sin pensar.

La levantó con cuidado. Lua no protestó. Se acurrucó contra su pecho como si hubiese estado esperando ese momento toda su vida.

En el mostrador, la azafata arqueó una ceja.

—¿Tiene papeles para esa mascota?

—No. Acabo de encontrarla.

—No puede subirla así. Tendría que dejarla o esperar otro vuelo.

Valentina la miró, sintió a Lua ronroneando sobre su corazón, y supo la respuesta.

—Entonces esperaré.

Una semana después, Valentina volvió a casa con una transportadora de segunda mano, papeles provisionales de adopción, y una gata dormida sobre su regazo.

Hoy, Lua duerme en la esquina del sofá. Y cada vez que Valentina vuelve a sentirse sola, le acaricia la frente y le susurra:

—Gracias por elegir la Puerta 16. Y por elegirme a mí.

Porque a veces, no eres tú quien adopta a un animal… es el animal quien decide adoptarte primero.