Una esposa embarazada de 6 meses se niega a levantarse de la cama, el marido levanta la manta con sospecha y la escena se estremece ante sus ojos.
Miguel y Hanna llevaban tres años casados cuando recibieron la buena noticia. Desde que Miguel descubrió que su esposa estaba embarazada, la había cuidado en todo momento. Hanna tenía seis meses de embarazo y su barriga crecía día a día. Pero últimamente, se había vuelto extraña: pasaba el día tumbada en la cama de su habitación alquilada en Ciudad Quezón, sin apenas salir. Por mucho que Miguel intentara animarla, ella solo sonreía torpemente y decía que estaba cansada.
Al principio, Miguel pensó que su esposa solo tenía náuseas matutinas o se sentía pesada por el embarazo, pero cada vez le resultaba más extraño. A la hora de comer, comía algo rápido y luego se acostaba. Incluso cuando necesitaba ir al baño, se aguantaba. Miguel, preocupado, le insistía una y otra vez:
—No puedes seguir así, le afectará al bebé.
Pero Hanna negó levemente con la cabeza, con los ojos enrojecidos. La forma en que se aferraba a la fina manta inquietaba aún más a Miguel.
Una noche, Miguel llegó tarde a casa después de su turno. Abrió la puerta y vio a su esposa todavía en la misma posición: tumbada de lado, con la manta cubriéndola desde el pecho hasta los pies. La extraña atmósfera aceleró el corazón de Miguel. Se acercó, se sentó a su lado y la llamó en voz baja:
—Hanna… ¿me estás ocultando algo?
Hanna guardó silencio, con los hombros ligeramente temblorosos. En ese momento, Miguel sintió de repente un miedo invisible. Extendió la mano para tocar el borde de la manta.
– Lo siento… pero tengo que saberlo.
Dicho esto, Miguel tembló al levantar la manta.
La escena ante sus ojos lo dejó sin palabras. Las piernas de Hanna estaban hinchadas, su piel pálida y cubierta de moretones. Sus pies estaban agrietados y rojos, tanto que incluso un ligero roce la hacía gemir de dolor. Miguel estaba atónito, incapaz de creer que fuera cierto.
– ¡Dios mío!… ¿Por qué no me lo dijiste? – Miguel se atragantó, con lágrimas en los ojos.
Hanna se dio la vuelta, sollozando:
– No quería que te preocuparas… Tenía miedo de que estuvieras cansada, miedo de que estuvieras triste. Así que lo oculté…
Resultó que, durante los últimos meses, Hanna había sufrido complicaciones de pies hinchados durante el embarazo. Sus piernas le dolían cada vez más, lo que le impedía caminar. Pero como sentía lástima por el duro trabajo de su marido, apretó los dientes y aguantó, ocultando todo el dolor bajo la manta.
Miguel abrazó a su esposa, con el corazón lleno de lástima. Sentía que había sido demasiado cruel al solo saber trabajar y no notar los cambios en su esposa.
A la mañana siguiente, Miguel llamó a Grab para que llevara a Hanna al PGH (Hospital General de Filipinas) en Manila. Al escuchar al médico explicar que se trataba de una señal de alerta de preeclampsia, una complicación peligrosa que puede afectar tanto a la madre como al feto, a Miguel se le encogió el corazón. Si no se detectaba a tiempo, las consecuencias serían impredecibles.
En la habitación del hospital, mientras el médico le inyectaba antiinflamatorios y le controlaba la presión arterial, Hanna apretaba la mano de su esposo con fuerza, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Miguel susurró:
—De ahora en adelante, no me ocultes nada más. Pase lo que pase, tenemos que superarlo juntos.
Hanna asintió, con la voz entrecortada. En ese momento, Miguel comprendió: el amor verdadero no son solo palabras dulces, sino también afrontar juntos el dolor y el miedo.
En los días siguientes, Miguel se tomó una larga licencia para cuidar de su esposa. Aprendió a cocinar, le masajeaba los pies a Hanna todas las noches y ayudaba a su esposa a caminar lentamente por el patio del hospital. Muchos que presenciaron esa escena se conmovieron y la elogiaron.
Tres meses después, Hanna dio a luz a una niña sana en el Departamento de Obstetricia del PGH Manila. Al oír el llanto de la bebé en la sala de partos, Miguel rompió a llorar como un niño. Tomó la mano de su esposa, la besó en la frente y susurró:
—Gracias… por ser fuerte por esta familia.
Y en su corazón, la imagen de esa noche —cuando tembló al levantar la manta y ver los pies hinchados de su esposa— se convertiría en un hito para siempre. Ese fue el momento en que comprendió más profundamente que nunca: amar es compartir, es nunca dejar que la persona que amas sufra sola y en silencio.