Envió a su esposa a un manicomio para casarse con su novia, pero el día de la boda regresó en un superdeportivo con un «regalo» sorprendente.
Internó a su esposa en un manicomio para casarse con su novia, pero el día de la boda, regresó en un superdeportivo con un “regalo” sorprendente.
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La novia, el superdeportivo y el regalo que lo puso fin a todo.
El salón de baile resplandecía como un reino de cuento de hadas. Lámparas de araña doradas iluminaban el suelo de mármol, y todas las miradas estaban puestas en Rodrigo: el orgulloso novio, impecablemente vestido con su traje, de pie junto a su novia, Camila.
Camila resplandecía con un vestido de sirena con lentejuelas, su sonrisa amplia, su belleza embriagadora. Saludó con gracia a cada invitado como si esta celebración fuera solo para ella.
Pero tras la pompa, había una verdad que los invitados no podían ver. Un año atrás, Rodrigo sostenía la mano de otra mujer: Mariana. Su esposa. Su compañera en la pobreza y la lucha, la mujer que lo ayudó a crecer, pieza a pieza, para que la sociedad actual lo reconociera.
Rodrigo solía jurar que ella era su todo. Hasta que conoció a Camila.
Camila era joven, atractiva y sabía cómo ablandar a los hombres poderosos. Poco a poco, la calidez de Rodrigo por Mariana se convirtió en hielo. Empezó a menospreciarla, a culparla por nimiedades, a herirla con palabras hirientes que dejaban una cicatriz invisible.
Y entonces llegó la traición definitiva. En su oficina, mientras Mariana lloraba desconsoladamente, Rodrigo firmó con calma unos papeles. En una llamada telefónica, internó a Mariana en una institución psiquiátrica, insistiendo en que estaba “delirando”.
El día que los camilleros la trajeron, ella abrazó a Rodrigo con fuerza y le susurró:
“No estoy enferma, Rodrigo. Solo estoy cansada. Me crees… ¿verdad?”.
Pero Rodrigo no miró atrás. Su corazón pertenecía a Camila.
Había pasado un año, y el mundo creía que Mariana se había ido, borrada de la vida de Rodrigo como un mal recuerdo. Su boda con Camila estaba destinada a ser su resurrección: lujosa, inquebrantable e inolvidable.
Pero Mariana no había desaparecido.
Tres meses después, la liberaron discretamente. Se fue de la ciudad, aprendió a conducir y vendió sus joyas para comprarse un superdeportivo de segunda mano de 2016. No tenía intención de pedir amor, no necesitaba dar explicaciones. Su único objetivo: enfrentarse al hombre que la había destruido y terminar la historia a su manera.
Mientras la música de la orquesta subía de volumen y el maestro de ceremonias llamaba a los novios a cortar el pastel, un fuerte ruido interrumpió la música. El rugido de un motor resonó a través de las puertas de cristal. Los invitados se giraron, jadeando de sorpresa.
Un superdeportivo reluciente se detuvo en la entrada, con humo saliendo de las ruedas. De él, Mariana salió.
No llevaba vestido. Tampoco joyas. Solo un sencillo vestido blanco, su cabello suelto cayendo sobre sus hombros, y su mirada firme e inquebrantable. En sus manos llevaba una caja, elegantemente envuelta.
La sala quedó en silencio. Incluso los candelabros parecían haber dejado de brillar.
El rostro de Rodrigo palideció. Le temblaban los labios.
“¿M… Mariana? ¿Qué haces aquí?”
No respondió. En cambio, caminó tranquilamente hacia el escenario, cada paso como una puñalada en la conciencia. Le entregó la caja a Camila, con su voz clara, penetrando el aire pesado:
“Felicidades. Este es mi regalo para ambos. Te lo prometo, nunca lo olvidarás”.
Los dedos de Camila temblaban mientras desataba la cinta. Dentro, no había ni una sola arma, ni una sola amenaza, solo un ordenado montón de papeles. Títulos de propiedad. Documentos de propiedad. Un contrato de transferencia firmado.
El mundo de Rodrigo se derrumbó al oír la voz firme y fría de Mariana:
“Todo lo que ves hoy —su riqueza, su imperio— se construyó con mis sacrificios, mi dinero, mi devoción. Pero ya no me pertenece. Le vendí todas las acciones al accionista mayoritario. A partir de este momento, Rodrigo no es más que un novio en desgracia, despojado del imperio que robó”.
Todos en la sala quedaron atónitos. Los poderosos inversores se pusieron de pie, murmurando con incredulidad. Los teléfonos vibraron. Los tratos se desmoronaban en tiempo real.
Rodrigo cayó. Sus rodillas se doblaron, su cuerpo encorvado bajo el peso de su destrucción.
Camila cayó de lado, agarrando los documentos como si estuvieran envenenados en sus manos.
Mariana miró a Rodrigo por última vez. Su sonrisa amarga era más profunda que cualquier grito:
“Nunca estuve loca. La locura fue tuya, por creer que podrías enterrarme para vivir con tu amante”.
Salió, con su vestido blanco ondeando al viento, la cabeza en alto y digna.
Por un instante, reinó el silencio. Entonces, algunos invitados comenzaron a aplaudir, primero lentamente, luego más fuerte, hasta que el sonido la siguió al salir.
El motor del superdeportivo rugió de nuevo y Mariana desapareció en la noche.
Tras ella, la gran boda se derrumbó antes de siquiera comenzar.
Algunas historias de traición terminan en un sufrimiento silencioso. La historia de Mariana terminó a sangre y fuego, con la dignidad recuperada. Y para todos los que presenciaron esa noche, una verdad permaneció:
Puedes enterrar el amor. Puedes enterrar la lealtad. Pero nunca podrás enterrar la justicia.