Silvia abrió la puerta de la vieja casa en el Piamonte con una mezcla de nostalgia y miedo. Había pasado treinta años sin pisarla

LA POLENTA QUE CALENTÓ UNA CASA VACÍA

Silvia abrió la puerta de la vieja casa en el Piamonte con una mezcla de nostalgia y miedo. Había pasado treinta años sin pisarla. Treinta. Desde que se marchó a París con una maleta, una beca y una discusión pendiente con su madre.

Ahora, no quedaba nadie. Solo polvo, cartas sin abrir y un cuaderno de recetas con la tapa rota.

En la cocina encontró una nota pegada con cinta en la pared:
“Cuando vuelvas, haz polenta. No hay otro fuego que cure tanto.”

La caligrafía era de su madre. Firme, austera. Como ella.

Silvia dejó caer la mochila y respiró hondo. Era invierno, y la casa estaba fría. Pero el alma, más.

Fue al pueblo. Compró harina de maíz amarilla, un trozo de queso fontina, mantequilla, leche y salvia fresca.

Encendió la chimenea, y por primera vez en décadas, la olla de cobre volvió al fuego.

Vertió la harina lentamente sobre el agua hirviendo, removiendo con la cuchara grande de madera que aún estaba allí, colgada, como esperando.
—Poco a poco… como me decías —murmuró, revolviendo.

Añadió la leche, la salvia frita en mantequilla y el queso en cubos. El aroma empezó a llenar la cocina. Pero no era solo el olor. Era la voz. Era su madre diciéndole:
—La polenta es lenta, como los abrazos buenos. Si la apuras, se endurece. Como tú, tonta.

Silvia sonrió, con lágrimas en los ojos.

Sirvió la polenta caliente sobre la tabla de madera. Le hizo la cruz con la cuchara, como dictaba la tradición.

Entonces, sin pensarlo, puso otro plato. Frente al suyo.

—No sé si me oyes, mamá. Pero me equivoqué. Por eso vine.

La casa no respondió. Pero el calor en el pecho era respuesta suficiente.

Pasó tres días allí. Durmió bien por primera vez en meses. Escribió cartas. Volvió a leer las que su madre le mandó y que nunca tuvo valor de abrir. En casi todas había una frase común:

“Te dejo la receta, porque no quiero que me odies para siempre.”

Cuando volvió a París, Silvia cerró su estudio de diseño por un mes. Tomó clases de cocina italiana. Y al cabo de un año, abrió una pequeña trattoria con una sola especialidad: polenta al estilo piamontés.

La llamó “Casa Lentamente”.

Cada cliente que entraba recibía una cucharada caliente servida con una advertencia:

—Quema un poco. Pero después… abriga.

En una de las paredes, colgaba la nota original de su madre, enmarcada:

“Cuando vuelvas, haz polenta.”

Y debajo, una frase bordada:

“Algunas reconciliaciones no llegan por palabras, sino por cucharones.”