Las mochilas parecían demasiado grandes para sus espaldas encorvadas.

Las mochilas parecían demasiado grandes para sus espaldas encorvadas. La estación de autobuses estaba llena de chicos con auriculares, zapatillas desgastadas y mapas arrugados. Entre ellos, dos figuras canosas llamaban la atención: no parecían turistas, ni tampoco abuelos cuidando nietos. Eran viajeros, aunque nadie lo sospechara.

—¿Te das cuenta de dónde nos metimos? —preguntó ella, ajustando el cinturón de la mochila.
—Claro que sí —respondió él con una sonrisa traviesa—. En el viaje que nunca nos dejaron hacer.

El plan nació una tarde cualquiera, frente a la televisión. Se miraron y comprendieron que ya habían tenido suficiente de rutinas y cuidados impuestos. Querían lo que los jóvenes tenían: improvisación, caminos inciertos, noches en literas compartidas.

Su primera parada fue un hostal en Oaxaca. Al entrar, las miradas se clavaron en ellos: veinteañeros con guitarras y sandalias los observaban sorprendidos. Pero pronto los aplausos llenaron el pasillo cuando ella, riendo, anunció:
—Somos mochileros… tardíos, pero mochileros al fin.

Durmieron en literas chirriantes, compartieron desayuno con chicos que hablaban idiomas que apenas entendían, escucharon historias de viajes imposibles. Descubrieron que la juventud no estaba en los cuerpos ágiles, sino en la curiosidad intacta.

Cada día improvisaban un destino: Chiapas, Mérida, Puebla. Viajaban en autobuses incómodos, cargaban mochilas más pesadas de lo que admitían, pero se sentían más libres que nunca.

En un pueblo, una tormenta los sorprendió en plena plaza. Mientras los demás corrían a cubrirse, ellos se quedaron bajo la lluvia, bailando torpemente, como si fueran los dueños del mundo.

—¿No crees que estamos demasiado viejos para esto? —preguntó ella entre risas.
—No —contestó él—. Estamos demasiado vivos para no hacerlo.

El rumor comenzó a correr. Otros mochileros jóvenes los grababan, los seguían, los invitaban a unirse a fogatas y caminatas. Se convirtieron en leyenda: “Los mochileros del tiempo”.

Una noche, en un hostal junto al mar, rodeados de chicos que cantaban con guitarras, ella apoyó la cabeza en su hombro.
—Siento que recuperamos lo que nos robaron: el derecho a equivocarnos, a perdernos, a dormir incómodos, a vivir sin horarios.
Él la abrazó.
—Y descubrimos que nunca es tarde para empezar un viaje.

Antes de dormir, en su libreta compartida, escribieron:
“Hoy descubrimos que la juventud no está en el pasaporte ni en el espejo. Está en la mochila que cargas al hombro, en el camino que eliges, y en la mano que decides no soltar.”