La primera vez que Clara vio a su padre llorar, ya era adulta.

“EL HOMBRE QUE NO SABÍA PEDIR PERDÓN”

La primera vez que Clara vio a su padre llorar, ya era adulta.

Durante años, lo había visto como un hombre rígido, parco, incapaz de un abrazo. No es que fuera violento, pero tampoco cariñoso. A veces, el silencio dolía más que una palabra.

—Papá, ¿me puedes llevar al colegio?
—Estoy ocupado. Que te lleve tu madre.

Así fue casi toda su infancia. Ausencias. Respuestas secas. Expectativas altas. Castigos silenciosos.

Con el tiempo, Clara se alejó. Se fue a otra ciudad, se casó, tuvo dos hijos, y sólo llamaba en fechas importantes. A veces ni eso.

—¿Lo vas a llamar por su cumpleaños? —preguntaba su marido.

—No. Siempre fue él quien se olvidaba del mío.

Pero la vida, que sabe cerrar círculos, preparaba una última escena.

Una noche, su hermano la llamó.

—Papá está mal. Tiene una infección fuerte y lo han ingresado.

Clara dudó en ir. No por resentimiento, sino porque no sabía qué decirle. No sabía cómo llenar tantos años de distancia.

Pero fue.

El hospital olía a desinfectante y a cosas no dichas. Entró a la habitación. Su padre estaba más delgado, los ojos hundidos, el gesto cansado. Al verla, se removió en la cama.

—Hola, Clara…

—Hola.

Silencio.

—Estás igual que tu madre —dijo, mirando por la ventana.

—¿Y eso es bueno o malo?

Él sonrió con debilidad.

—Es… justo.

Pasaron los minutos sin saber cómo romper la barrera.

—Papá —dijo ella al fin—, ¿alguna vez te arrepentiste?

—¿De qué?

—De no haber estado. De no saber mis colores favoritos. De no preguntar cómo me sentía.

Él cerró los ojos. Una lágrima se deslizó por su mejilla.

—No sabía cómo ser padre. El mío me golpeaba. Nunca me dijo que me quería. Creí que ser hombre era ser duro. Que no necesitaban de mí… que bastaba con llevar comida a la mesa.

—Pero a veces no bastaba, papá.

—Lo sé.

Y entonces, por primera vez, la miró a los ojos con humildad.

—Te fallé, hija. No tengo excusas. Solo te puedo pedir… perdón.

Clara sintió un nudo en la garganta. Había esperado esas palabras desde que tenía seis años.

—Gracias por decirlo. No sabes cuánto lo necesitaba.

Él extendió su mano. Temblorosa. Clara la tomó. Era una mano áspera, dura, pero ese día fue cálida.

—¿Puedo conocer a tus hijos algún día?

—Claro. Les hablé de ti. Aunque… no sabía qué decir.

—Diles que su abuelo está aprendiendo. Aunque sea tarde.

Clara asintió. A veces un solo “perdón” puede curar una vida entera.

Esa noche, al volver a casa, les contó a sus hijos la historia.

—¿Por qué te hizo daño si te quería? —preguntó el pequeño.

—Porque nadie le enseñó a amar. Pero ahora lo está intentando.

El mayor dijo algo que la dejó sin aliento:

—Entonces tú rompiste la cadena, mamá.

Clara sonrió con los ojos húmedos.

—Sí. Y espero que ustedes sigan el mismo camino.