Siempre la misma escena: asiento 14B, lado ventana, auriculares blancos, termo gris, mirada perdida. No hablaba. No miraba a nadie. Pero estaba.
A las 7:08 en punto, el tren salía de la estación de Chamartín.
Y a las 7:08 en punto, él la veía.
Siempre la misma escena: asiento 14B, lado ventana, auriculares blancos, termo gris, mirada perdida. No hablaba. No miraba a nadie. Pero estaba.
La primera vez que la vio, pensó que era casualidad.
La segunda vez, coincidencia.
La tercera… destino.
Él se sentaba dos filas más atrás. Observaba en silencio. No por timidez, sino porque temía arruinar algo que aún no había empezado.
No sabía su nombre. Solo que bajaba en la misma parada que él, cada mañana. Y que siempre llevaba un libro en la mano. Un libro distinto cada semana.
Una vez, se sentó más cerca. Vio el título:
“El amor en los tiempos del cólera.”
Y pensó: “yo ya llevo semanas enfermo de lo mismo”.
Los días pasaban y ella no faltaba nunca. Ni él.
El tren se volvió su universo compartido. No sabían nada el uno del otro. Pero el silencio era cómodo. Casi íntimo.
Hasta que, un lunes, ella no apareció.
El asiento 14B estaba vacío. El tren salió puntual.
Pero él sentía que algo faltaba. Como si hubieran cambiado la banda sonora de su vida sin avisar.
Pensó en todo lo que no le había dicho. En cómo nunca le preguntó si estaba bien. En lo fácil que es dar por hecho que siempre tendremos una segunda oportunidad.
La semana entera pasó sin verla.
Y entonces, el viernes, al subir al tren, la vio.
Estaba de pie, junto a la puerta. Tenía ojeras. El termo gris en la mano. Pero ya no estaba en 14B.
Él no pensó. Solo caminó hasta ella.
—¿Puedo sentarme contigo? —preguntó.
Ella lo miró, sorprendida. Pero no asustada. Como si también lo hubiera estado esperando.
—Claro —dijo, con voz suave.
Se sentaron juntos. El tren arrancó. Silencio al principio.
—Te he echado de menos esta semana —se atrevió a decir él.
Ella sonrió.
—¿Me conoces?
—Solo un poco —respondió—. Te gusta leer en papel, usas termo y siempre tienes frío. Te gusta mirar por la ventana, pero no solo por fuera. También hacia dentro.
Ella lo miró largo rato.
—Mi padre ha estado enfermo. Estuve con él.
Silencio.
—Gracias por hablarme hoy —añadió—. Pensé que nunca lo harías.
—Y si no lo hacía, ¿me hubieras hablado tú?
—Nunca. Me habría bajado para siempre.
Él rió, nervioso.
—Entonces hice bien.
Y allí, entre dos estaciones, sin flores ni música ni grandes gestos, empezó algo.
No fue un amor de película. Fue real.
Dos personas que se cruzaban cada día…
hasta que uno de los dos se atrevió a mirar de frente.
Hoy, años después, ella sigue guardando el billete de ese tren. Lo plastificó.
Y cuando alguien le pregunta cómo se conocieron, responde:
—Todo empezó porque me cambié de asiento. Y porque él, por fin, se levantó del suyo.