La estación de Pinares ya no tenía taquilla, ni megafonía, ni más de dos trenes al día.
La estación de Pinares ya no tenía taquilla, ni megafonía, ni más de dos trenes al día. Pero seguía ahí, como un esqueleto de otros tiempos, con su banco de hierro oxidado y un cartel torcido que apenas se leía. Cada mañana, a las 7:52, cuando el primer tren pasaba sin detenerse, una burra esperaba quieta junto a las vías.
No se movía. Solo miraba.
Los vecinos comenzaron a notarla en septiembre. Primero pensaron que se había escapado de alguna finca, pero nadie la reclamaba. Se acercaban, le ofrecían pan o fruta, pero ella no comía nada. Solo permanecía ahí, inmóvil, hasta que el tren desaparecía en el horizonte. Entonces, se daba la vuelta y volvía al monte.
Una mañana, Julia—una profesora jubilada que paseaba por la zona con su perro—la encontró más cerca de los andenes. Llevaba colgado del cuello un retazo de cuerda azul. Viejo, deshilachado. No parecía tener chip ni marca, pero en sus ojos había algo que no encajaba con la idea de abandono.
Julia empezó a dejarle zanahorias y agua. La burra aceptaba sin entusiasmo, como quien recibe un favor que no pidió. Le puso nombre: Lucinda. Y desde ese día, la esperaba cada mañana. A veces le hablaba en voz baja, como si conversaran.
—¿A quién esperas, Lucinda? ¿Quién no bajó de ese tren?
Un día lluvioso de octubre, Julia decidió quedarse más tiempo. El tren pasó puntual, silbando en la curva. Lucinda no se movió. Pero cuando el tren se perdió tras los álamos, la burra alzó el cuello y soltó un rebuzno largo, profundo, como si respondiera a una llamada invisible.
Julia entendió entonces que Lucinda no estaba perdida. Estaba fiel.
Una semana después, Julia fue al ayuntamiento y pidió acceso a los archivos de animales. Quería saber si alguien había denunciado la desaparición de una burra. No encontró nada. Pero una mujer mayor, que limpiaba la oficina, le dijo:
—Hace años, un señor venía con una burra a tomar el tren. Nunca supe a dónde iban, pero siempre volvían juntos. Hasta que él enfermó. Dicen que murió en la ciudad. La burra no volvió a moverse del monte.
Julia se quedó en silencio. Todo encajaba.
Aquel hombre debió tomar el tren con Lucinda muchas veces, quizás para vender en el mercado, quizás solo por costumbre. Y un día, se fue… y no regresó. Pero ella sí.
Ella seguía esperándolo.
Pasaron los meses. Julia instaló un pequeño refugio junto a la estación. Con palets, paja y una lona. Lucinda dormía ahí a veces, pero nunca faltaba a su cita. Cada 7:52, miraba pasar el tren, alzaba la cabeza… y volvía a casa.
Un 14 de marzo, Julia no fue. Estaba en el hospital por una caída. Ese día, Lucinda tampoco fue. El tren pasó sin testigos.
A la mañana siguiente, cuando Julia volvió, la encontró allí. Como siempre. Como si supiera que alguien, en algún momento, la estaría esperando.
Con el tiempo, Lucinda dejó de acudir todos los días. Pero cuando algo en el aire cambiaba —una tormenta, una luna llena, un aroma lejano de aceite quemado y ruedas sobre hierro— volvía a la estación. Aunque no pasara ningún tren.
Porque no todos los trenes llevan a destinos.
Algunos se quedan grabados en el corazón.