Mi nombre es Daniel Kellmer. Y esta es la historia que mis padres contaban en voz baja, como si fuera un pecado o una proeza… depende de quién escuche.

“El experimento que rompió mi voz”

Mi nombre es Daniel Kellmer. Y esta es la historia que mis padres contaban en voz baja, como si fuera un pecado o una proeza… depende de quién escuche.

Nací en 1930. Un año después, mis padres, psicólogos entusiastas del progreso humano, trajeron a casa una cría de chimpancé huérfana. La llamaron Nana.

—La vamos a criar contigo —me explicó mi madre cuando crecí lo suficiente para preguntar—. Queríamos saber si el entorno podía convertirla en humana.

Dormíamos en la misma habitación. Comíamos en la misma mesa. Nos enseñaban juntos a usar cubiertos, a hacer tareas simples, a obedecer órdenes. Mi madre llevaba un diario minucioso. “Día 46: Nana identificó su reflejo. Daniel aún no.” Y así, día tras día, Nana parecía ir por delante.

Era lista, rápida, afectuosa. A veces me acariciaba el pelo mientras yo lloraba por una caída. Aprendió a abrir la nevera antes que yo. Se trepaba por los muebles y desde arriba me lanzaba miradas que yo no sabía interpretar.

Una noche, mi padre se inclinó hacia mí con una sonrisa.

—¿Cómo dices ‘leche’, Daniel?

Yo gruñí.

—¿Qué fue eso?

Gruñí otra vez, igual que Nana.

—¡No! —gritó mamá desde la mesa—. ¡Eso no estaba en el plan!

Los días siguientes fueron confusos. Intentaban que hablara, que repitiera “mamá”, “papá”, “agua”. Pero mi voz solo encontraba sonidos parecidos a los de mi hermana peluda.

Una tarde, escuché la discusión detrás de la puerta.

—Donald está retrocediendo —dijo mamá, temblando—. Está dejando de ser niño para ser algo que no es.

—Quizá eso es lo que somos en el fondo —respondió papá en voz baja—. Tal vez no somos tan distintos.

Al día 271, me desperté y Nana no estaba. Su cuna vacía. Su olor, todavía flotando en el aire.

—¿Dónde está Nana? —pregunté, mi lengua torpe entre los dientes.

Mamá me abrazó fuerte. No dijo nada.

Pasaron los años. Aprendí a hablar. A escribir. A callar. No volví a emitir un gruñido. Pero a veces, cuando nadie me veía, cerraba los ojos y apretaba los puños como ella hacía cuando tenía miedo.

Décadas después, frente a mis propios nietos, conté la historia.

—¿Y tú querías a Nana? —me preguntó la más pequeña.

—Sí. Más que a nada.

—¿Y por qué se la llevaron?

Suspiré. Porque a veces, incluso los científicos olvidan que no todo lo que se puede probar debe hacerse. Porque a veces, en la búsqueda de respuestas, rompemos cosas que no sabíamos que eran sagradas.

—¿Qué pasó con ella? —insistió mi nieto mayor.

—Murió de tristeza, me dijeron. O quizá fue solo mi forma de entenderlo. Hay cosas que no se superan, aunque uno crezca.

Hoy, ya viejo, me pregunto si valió la pena.

Quizá el experimento sí fue un éxito, pero no como lo pensaron mis padres. Porque me enseñó algo que ningún libro contiene: que cuando educas desde la curiosidad pero olvidas el amor, el resultado no es conocimiento. Es soledad.

Nana no habló como humano. Yo olvidé cómo hablar como niño.

Y aún así, creo que nos entendimos mejor que nadie.