Al notar un olor extraño en su madre anciana, el hijo quedó en shock al descubrir la verdad aterradora en el baño
Alejandro era el único hijo de la familia. Desde que se casó y se mudó a vivir aparte en la ciudad, rara vez visitaba a su madre. Cada mes le enviaba dinero, pero casi nunca se quedaba a conversar. En su corazón, siempre pensaba: “Mientras tenga dinero, a mamá no le faltará nada.”

Sin embargo, en los últimos días, los vecinos lo llamaron para informarle que de la pequeña casa de adobe donde su madre vivía sola, en un barrio humilde de Puebla, salía con frecuencia un olor extraño. Al principio pensó que quizás era olor de las alcantarillas, de un animal muerto o de comida echada a perder. Pero con el paso de los días, el hedor se hizo más fuerte, preocupando a todos.
Una tarde, Alejandro decidió regresar al pueblo. Apenas entró al patio, lo envolvió aquel olor penetrante y desagradable. Su corazón se encogió con un presentimiento funesto.
—¡Mamá, ya llegué! —gritó.
Desde la cocina salió la anciana, encorvada, delgada y con los ojos nublados. Al ver a su hijo, sonrió con dulzura, aunque con voz temblorosa:
—¿Ya viniste, hijo? Yo… yo pensé que ya me habías olvidado.
Alejandro la abrazó por los hombros, pero al acercarse quedó atónito: era del propio cuerpo de su madre de donde provenía aquel olor extraño. Un hedor rancio, mezclado con el de medicinas viejas, lo hizo fruncir el ceño.
—Mamá… ¿no te has bañado? ¿Por qué tu cuerpo huele así? —preguntó preocupado.
La anciana sonrió débilmente, evitando la mirada de su hijo:
—Ya estoy vieja, bañarme mucho me da resfriado. Además… el agua casi no llega, y me da pena…
La respuesta no lo tranquilizó. Miró alrededor de la casa y sus ojos se detuvieron en la puerta del baño, vieja y cerrada herméticamente. Por debajo, se escapaba un olor indescriptible.
Alejandro se acercó temblando, empujó la puerta lentamente… y entonces quedó paralizado.
Dentro, el baño estaba sucio, lleno de agua estancada y un hedor insoportable. Pero lo que lo dejó en shock fueron los trapos viejos manchados de sangre seca, apilados en un rincón.
—¡Mamá! ¿Qué es esto? —gritó horrorizado.
La anciana se dejó caer en una silla de madera, cubriéndose el rostro con sus manos huesudas. Entre lágrimas, confesó con voz quebrada:
—No quería preocuparte… Desde hace meses me duele mucho el estómago, y siempre sangro. Pero me dio miedo ir al hospital, gastar dinero… no quería ser una carga. Por eso lavaba los trapos y los escondía aquí. Nunca pensé que el olor se saldría.
Alejandro quedó helado, con el corazón apretado. Le tomó las manos y lloró:
—¡Dios mío, mamá! ¿Cómo pudiste ocultarme algo tan grave? El dinero no importa, yo puedo con todo… ¡Lo único que quiero es que estés bien!
Ella negó con la cabeza, débil:
—Tú tienes esposa, tienes hijos… no quiero ser una carga más.
En ese momento, Alejandro comprendió. Durante años había estado tan ocupado en su trabajo y en su propia familia, que olvidó que su madre ya estaba vieja y frágil, necesitando cuidados más que dinero. Su indiferencia la había llevado a soportar sola un dolor insoportable.
Sin perder tiempo, la llevó al hospital de la ciudad de Puebla. Tras revisarla, el médico movió la cabeza con gravedad:
—La señora tiene una hemorragia intestinal crónica, demasiado tiempo sin tratamiento. Si lo hubiéramos detectado antes, todo habría sido distinto…
Alejandro sintió que el mundo se le venía abajo. Abrazó a su madre y lloró como un niño:
—Perdóname, mamá… He sido tan egoísta. No volveré a dejarte sola.
En los días siguientes, pidió licencia en su trabajo y permaneció a su lado. Él mismo le daba de comer con cucharita, él mismo la limpiaba con paciencia, tratando de compensar los años de descuido.
En los ojos nublados de la anciana brillaba una mezcla de dolor y felicidad. Aunque su cuerpo sufría, sonreía: al fin su hijo estaba junto a ella, tomándola de la mano y prometiendo no soltarla nunca más.
Y en el corazón de Alejandro quedó grabada una lección amarga pero eterna: el amor de una madre no puede esperar. Un solo día de indiferencia puede ser el último día de oportunidad para demostrar cariño.
Los días en el hospital se hicieron largos, entre análisis, tratamientos y noches en vela. Alejandro, que antes apenas dedicaba unos minutos para llamar a su madre, ahora aprendía a medirle la temperatura, a cambiarle las sábanas y a quedarse despierto para vigilar que respirara tranquila.
Un domingo por la tarde, mientras la luz del atardecer teñía de naranja la habitación del hospital, la anciana le tomó la mano con sus dedos frágiles. Con una voz casi susurrada, le dijo:
—Hijo… aunque mi cuerpo ya no aguante, mi corazón descansa tranquilo. No me duele tanto la enfermedad como me dolía la soledad. Ahora sé que no me olvidaste.
Las lágrimas corrieron por el rostro de Alejandro. Se inclinó y besó la frente arrugada de su madre:
—Nunca más, mamá. Te lo juro. Mientras viva, estaré contigo.
Semanas después, la salud de la anciana no mejoró del todo, pero sí recuperó algo que le devolvió fuerzas: la compañía de su hijo. Alejandro decidió traerla a vivir con él y su familia a la ciudad. Preparó una habitación especial en su casa, con flores y un sillón junto a la ventana, para que pudiera ver el cielo y escuchar las risas de los nietos.
Cada día, al regresar del trabajo, lo primero que hacía era pasar a verla, platicar con ella, darle un abrazo. Lo que antes eran simples envíos de dinero, ahora se habían convertido en tiempo compartido, en palabras, en calor humano.
Y así, entre cuidados, risas y conversaciones tardías, Alejandro comprendió la verdad más dura y a la vez más hermosa:
el amor de una madre no se paga con billetes ni regalos, sino con presencia.
Desde entonces, juró que jamás volvería a dejar que el silencio o la distancia lo separaran de la mujer que le dio la vida.