La mujer que se hizo pasar por la madre de un niño en el hospital.
Vi al niño por primera vez un martes por la tarde. Yo había ido al hospital a visitar a mi tía Rosa, que estaba en la planta de cardiología, cuando me perdí entre los pasillos blancos que todos se parecían. Terminé en pediatría por error.
Fue entonces cuando lo escuché llorar.
No era un llanto normal, sino algo más desgarrador. Un gemido que parecía salir del alma misma. Me asomé por la puerta entreabierta de la habitación 304 y lo vi: un niño de unos cinco años, conectado a cables y máquinas, completamente solo.
—¿Dónde está su familia? —le pregunté a la enfermera que pasaba.
—No tiene —me respondió con una tristeza que ya parecía habitual—. Lo encontraron abandonado hace tres días. Los servicios sociales están buscando opciones, pero… —se encogió de hombros—. Es poco probable que salga de aquí.
Esa noche no pude dormir. No podía sacarme de la cabeza esos ojos oscuros llenos de miedo, esas manitas que se aferraban a las sábanas como si fuera lo único que lo conectara al mundo.

Al día siguiente volví.
—¿Eres mi mamá? —me preguntó el niño cuando entré a la habitación.
El corazón se me encogió. Podría haber dicho la verdad, podría haberle explicado que yo era solo una extraña que se había perdido. Pero algo en su mirada desesperada me partió el alma.
—Sí —susurré—. Soy tu mamá.
Su rostro se iluminó por primera vez desde que lo conocí.
—¿Por qué te tardaste tanto? —me preguntó, extendiendo sus bracitos hacia mí.
—Perdóname, mi amor. Tuve que… tuve que arreglar unas cosas importantes. Pero ya estoy aquí y no me voy a ir —le dije, tomando su mano pequeñita entre las mías.
—¿Te vas a quedar hasta que me cure?
—Me voy a quedar siempre —mentí, sabiendo que no había cura posible.
Durante los siguientes días, me convertí en experta en fingir. Cuando los doctores me hablaban de su condición, asentía como si entendiera completamente. Cuando me preguntaban por su historial médico, improvisaba respuestas vagas. Cuando necesitaban mi autorización para algún procedimiento, firmaba con mano temblorosa.
—Mamá, ¿me puedes contar un cuento? —me pidió una tarde.
—¿Cuál quieres escuchar?
—El de cuando era bebé. Cómo era cuando nací.
Mi garganta se cerró. ¿Cómo le cuentas a un niño mribundo la historia de un nacimiento que nunca presenciaste?
—Eras el bebé más hermoso del mundo —comencé—. Cuando naciste, llorabas tan fuerte que todas las enfermeras se reían. Tenías el cabello negro como el carbón y unos ojitos que brillaban como estrellitas.
—¿Y qué más?
—Tu papá estaba tan emocionado que se desmayó —inventé, y él se rio por primera vez—. Y yo te cargué y te dije: “Mi niño hermoso, te voy a amar para siempre”.
—¿De verdad me dijiste eso?
—De verdad —susurré, y en ese momento sentí que no era una mentira. En algún lugar de mi corazón, realmente lo amaba como si fuera mío.
Los días se volvieron semanas. Yo había dejado mi trabajo, había inventado excusas para mi familia. Mi mundo entero giraba alrededor de esa habitación 304. Le leía cuentos, jugábamos con sus carros de juguete, veíamos caricaturas en la tablet del hospital.
—Mamá, ¿por qué los doctores te miran raro? —me preguntó una mañana.
—¿Qué quieres decir?
—Es como si no creyeran que eres mi mamá de verdad.
El corazón me dio un vuelco. ¿Acaso había notado algo? ¿Las miradas sospechosas del personal? ¿Mis respuestas evasivas?
—A veces los adultos son raros, mi amor. Pero tú sabes que soy tu mamá, ¿verdad?
—Claro que sí —me dijo, abrazándome—. Eres la mejor mamá del mundo.
Una noche, los monitores empezaron a sonar diferente. Las enfermeras corrieron hacia la habitación. El doctor me habló con palabras que no quería escuchar.
—Señora, creo que es hora de que llame a la familia cercana —me dijo suavemente.
—Yo soy su familia —respondí con voz firme.
Esa madrugada, mientras lo tenía en mis brazos, él abrió los ojos una última vez.
—Mamá, ¿me vas a extrañar cuando me vaya al cielo?
Las lágrimas rodaron por mis mejillas sin control.
—Te voy a extrañar cada segundo de cada día —le dije con la voz quebrada—. Pero vas a estar bien, mi amor. En el cielo no hay dolor.
—¿Vas a venir a visitarme?
—Algún día —prometí—. Algún día nos vamos a encontrar otra vez.
—¿Me vas a reconocer?
—Te voy a reconocer siempre. Eres mi niño hermoso, mi estrellita.
Sonrió una última vez y cerró los ojos.
Muri0 en mis brazos fingidos, pero mi amor por él era real. Tan real como el dolor que sentí cuando su manita se volvió fría entre las mías.
En el funeral, nadie más que yo lloró por él. Los de servicios sociales estaban ahí por protocolo, algunas enfermeras por cariño profesional. Pero yo lloré como la madre que nunca fui pero que siempre seré en mi corazón.
Nunca supe su nombre verdadero. En el hospital lo llamaban “Bebé Pérez” porque así lo habían registrado cuando lo encontraron. Pero para mí siempre fue Miguel, porque ese fue el primer nombre que se me ocurrió cuando me preguntó cómo se llamaba.
Cada año, en la fecha de su muerte, vuelvo al hospital. No a verlo a él —ya no está ahí—, sino a ver si hay otro niño que necesite una mamá, aunque sea prestada, aunque sea fingida, aunque sea solo por un ratito.
Porque aprendí algo en esa habitación 304: a veces el amor más verdadero nace de una mentira dicha con el corazón en la mano. Y a veces ser madre no tiene nada que ver con dar a luz, sino con estar ahí cuando alguien te necesita, incluso si ese alguien es un extraño que te confunde con la persona que más ama en el mundo.
Miguel me enseñó que el amor no conoce de sangre ni de papeles. Solo conoce de brazos que abrazan cuando el mundo duele demasiado.
Crédito a su autor