La mesa del comedor estaba cubierta de botones viejos, fichas de colores, cartas amarillentas y un tablero de madera que habían encontrado en el desván de la residencia. A cualquiera le habría parecido un montón de basura. Para ellos, era el comienzo de una aventura.

EL JUEGO DE NUESTRA VIDA

La mesa del comedor estaba cubierta de botones viejos, fichas de colores, cartas amarillentas y un tablero de madera que habían encontrado en el desván de la residencia. A cualquiera le habría parecido un montón de basura. Para ellos, era el comienzo de una aventura.

—Los jóvenes pasan horas con sus consolas —dijo él, mientras colocaba las piezas—. ¿Por qué no inventamos nosotros un juego distinto?
Ella rió, con la mirada llena de chispa.
—Uno donde no gane siempre el más rápido, sino el que sepa esperar.

Durante semanas, trabajaron cada tarde. Recortaban cartones, pintaban símbolos, escribían reglas en servilletas arrugadas. Se peleaban, se reían, probaban y volvían a empezar. El juego iba tomando forma: un tablero donde cada casilla representaba una etapa de la vida —infancia, juventud, madurez, vejez— y las cartas dictaban pruebas, recuerdos o gestos de amor.

Una tarde, un grupo de nietos los encontró concentrados en la mesa.
—¿Qué hacen, abuelos? —preguntaron con curiosidad.
—Inventamos un juego —respondió ella con orgullo.
Los niños se miraron sorprendidos, como si hubieran descubierto un secreto maravilloso.

Probaron la primera partida todos juntos. No era un juego de ganar o perder: era un juego de contar historias. Cada vez que caías en una casilla, debías compartir un recuerdo o cumplir un reto tierno, como “dar un abrazo a alguien” o “cantar una canción de tu infancia”.

Las risas llenaron la sala. Nietos, hijos, cuidadores… todos querían probar. Muy pronto el rumor corrió: los abuelos habían inventado un juego único, capaz de reunir generaciones alrededor de una mesa.

Él la miró con ternura mientras los niños jugaban.
—¿Te das cuenta? Creamos un puente.
Ella asintió, con lágrimas brillando.
—Y lo mejor es que no tiene final. Mientras alguien juegue, seguimos aquí.

El director de la residencia, emocionado, decidió hacer copias del juego para repartirlo en otras casas de ancianos. El nombre quedó escrito en el tablero, en letras torpes pintadas a mano: “El Juego de Nuestra Vida”.

Esa noche, en su libreta de aventuras, escribieron juntos:
“Hoy descubrimos que nunca es tarde para inventar reglas nuevas. Que el verdadero juego no consiste en ganar, sino en compartir las casillas del camino con quien amas.