EL BURRO QUE CUIDABA A LOS NIÑOS
EL BURRO QUE CUIDABA A LOS NIÑOS
En un pequeño pueblo de montaña en Guatemala, donde los caminos de tierra serpentean entre cafetales y niebla espesa, vivía un burro viejo llamado Manchitas. Tenía el lomo curvado, una oreja caída y un paso lento, pero era el alma del lugar.
No siempre fue famoso. Durante años, había cargado leña, sacos de maíz, bidones de agua. Pero cuando su dueño murió, todos pensaron que el animal quedaría olvidado.
—Ya no sirve para trabajar —dijo alguien—. Deberíamos venderlo.
Pero doña Mercedes, la maestra del pueblo, se negó.
—Ese animal ha dado todo por esta comunidad. Déjenmelo a mí.
Mercedes daba clases en una escuelita rural, de esas con techo de chapa, sin puertas, y con más polvo que libros. Cada mañana caminaba casi dos kilómetros con su bolso, esquivando piedras y lodo. Pero desde que adoptó a Manchitas, su rutina cambió.
—Si yo voy, tú también vas —le decía al burro mientras le ponía una mantita vieja sobre el lomo.
Los niños, al verlo, corrían a su encuentro. Le traían trozos de pan, cáscaras de plátano o zanahorias. Manchitas nunca se quejaba. Solo cerraba los ojos y dejaba que lo acariciaran.
Pronto, los niños comenzaron a turnarse para subir a su lomo y llegar con él a la escuela. Y fue entonces cuando sucedió lo inesperado.
Una mañana, en plena temporada de lluvias, uno de los pequeños —Tomás, de siete años— no llegó a clase. Su madre pensaba que ya había salido. Alarmada, Mercedes organizó una búsqueda. Pero el monte era grande, y Tomás pequeño.
Pasaron horas.
Y entonces, lo vieron: era Manchitas.
Iba solo, con la cabeza gacha pero decidida. Caminaba entre charcos como si supiera dónde ir. Lo siguieron.
A los pocos metros, en una curva del sendero, Tomás estaba sentado bajo un árbol, con el pie torcido y los ojos hinchados de llorar.
—Se cayó y no pudo caminar —explicó Mercedes—. Pero el burro… el burro fue a buscar ayuda.
Desde aquel día, Manchitas se convirtió oficialmente en el “guardián de los niños”. Lo pintaron en la pared de la escuela. Le hicieron una medalla de cartón. Y cada año, en la fiesta del pueblo, lo adornaban con flores y le cantaban.
—No es solo un burro —decía Mercedes—. Es un maestro más. Uno que enseña sin palabras.
Cuando Manchitas murió, a los 32 años, todo el pueblo lo despidió. Lo enterraron junto al árbol donde encontró a Tomás, y colocaron una cruz con su nombre.
Y los niños, ahora ya adultos, siguen recordando al burro viejo que no hablaba… pero los cuidaba como si fueran suyos.
Porque a veces, la ternura más grande se esconde en el corazón más humilde. Y el verdadero amor… tiene cuatro patas y un paso lento.