En el momento más triste del funeral, un niño de la calle apareció de la nada, caminó hasta el ataúd de la niña fallecida, “El asesino de tu hija está allá atrás.”

En el momento más triste del funeral, un niño de la calle apareció de la nada, caminó hasta el ataúd de la niña fallecida, “El asesino de tu hija está allá atrás.”
El hombre se quedó paralizado y lo que sucedió después se convirtió en una verdadera pesadilla.

El dolor parecía no caber dentro de aquella sala.
El cuerpo de la pequeña Alicia, de apenas 8 años, yacía inmóvil en un ataúd blanco de satén dorado, decorado con una rosa pálida y una delicada corona de flores sobre su cabello rubio.
Un día antes estaba viva, riendo en la biblioteca de la mansión.
A la mañana siguiente fue encontrada sin vida, caída frente a los portones de la propiedad de su padre, Germán, un empresario millonario conocido por su discreción.
Nadie supo explicar qué había pasado.
No había señales de lucha ni testigos, solo el silencio y una ausencia imposible de llenar.

La capilla estaba llena de rostros devastados, vestidos negros, ojos enrojecidos, suspiros contenidos, familiares, amigos, empleados de la mansión, todos tratando de entender lo inexplicable.

Germán mantenía las manos unidas y la mirada perdida en su hija.
A su lado, su hermano Miguel, de cabello blanco y semblante pesado, lo observaba en silencio, mientras su hijo Héctor, con los brazos cruzados, miraba al suelo.
Era imposible no preguntarse cómo una niña tan llena de vida podía desaparecer así, de un día para otro, como si su alma se hubiera desvanecido con el viento.
“Estaba bien. Ayer mismo me pidió hotcakes en el desayuno”, murmuró Germán para sí mismo, casi en un susurro, como quien se aferra a un detalle ridículo para no volverse loco.

Miguel le tocó el hombro discretamente.
“Fuerza, hermano. Solo eso. Fuerza.”
Pero no había fuerza que sostuviera aquel vacío.
Alicia era la luz de la casa, inteligente, cariñosa, llena de preguntas.
Su cuarto aún olía a perfume infantil y ahora ahí estaba, pálida, inmóvil, con las pestañas como si durmiera.

Fue en ese escenario que ocurrió lo inesperado.
La puerta de la capilla chirrió y todas las miradas se dirigieron hacia ella.
Entró un niño.
Nadie sabía quién era.
Piel oscura, overol de mezclilla rasgado, cabello corto y rostro firme.

El contraste entre su apariencia y el ambiente solemne causó una incomodidad inmediata.
“¿Quién dejó que entrara?”, susurró una mujer en la última fila, pero él caminaba sin dudar, paso a paso, como si hubiese nacido para ese momento.
Las miradas se alternaban entre indignación, curiosidad y desconcierto.
El niño se acercó al ataúd, silencio absoluto.
Miró a Alicia, respiró hondo y extendió su pequeña mano.
Sus dedos tocaron los de ella con un cuidado casi irreverente.

“Me prometiste que me ibas a enseñar a dibujar casas grandes”, murmuró con la voz quebrada………