El médico que salvó cientos de vidas… y se fue solo, únicamente porque el hospital al que había entregado su vida no tuvo un lugar para él.
El médico que salvó cientos de vidas… y muer3 solo porque en el hospital no había cama para él.
Durante treinta años, el Dr. Martínez había sido el corazón del Hospital General San Rafael. Sus manos habían guiado a cientos de bebés hacia la luz, habían suturado h3ridas que parecían imposibles de sanar, habían masajeado corazones que se negaban a latir. Los pasillos conocían sus pasos apurados a las tres de la madrugada, y las enfermeras sabían que cuando él llegaba corriendo, era porque una vida pendía de un hilo.

“Doctor, necesitamos que se quede doble turno otra vez”, le decían. Y él asentía, posponiendo cenas familiares, cumpleaños de sus hijos, aniversarios con su esposa. El hospital lo necesitaba, los pacientes lo necesitaban. Esa era su vocación, su cruz y su gloria.
Los domingos, cuando otros médicos descansaban, él hacía sus rondas voluntarias. Revisaba a los pacientes más graves, consolaba a las familias en las salas de espera, ajustaba dosis de medicamentos. “No es necesario, doctor”, le decían las enfermeras. “Ya cumplió su horario”. Pero él sonreía cansado y respondía: “Siempre es necesario”.
Durante la pandemia, cuando otros colegas pidieron traslados o redujeron sus horas, el Dr. Martínez duplicó su presencia. Durmió meses enteros en el hospital, alejado de su familia para protegerlos del contagio. Vio morir pacientes en sus brazos, lloró en silencio en los baños, pero nunca se fue a casa cuando lo necesitaban.
El estrés comenzó a pasarle factura. Los dolores en el pecho los ignoraba con spirinas. La falta de aire la atribuía al cansancio. “Los médicos no se enferman”, bromeaba cuando alguien notaba su palidez creciente. “Somos inmortales”.
Aquella madrugada de martes, mientras atendía una emergencia, sintió que el mundo se desplomaba sobre su pecho. El infarto fue fulminante, pero él todavía tuvo fuerzas para terminar de intubar al paciente antes de desplomarse.
“¡Necesitamos una cama en cardiología!”, gritaron sus colegas mientras lo trasladaban en camilla por los mismos pasillos que había recorrido salvando vidas.
“No hay camas disponibles”, fue la respuesta del sistema. “Está todo ocupado. Hay lista de espera”.
Lo llevaron a urgencias, pero las camas de terapia intensiva estaban completas. Lo pusieron en un pasillo, donde él mismo había improvisado tratamientos para otros tantas veces. Irónicamente, tres de las camas ocupadas albergaban pacientes que él había salvado en semanas anteriores.
El Dr. Martínez muri0 esperando. En el mismo hospital que había sido su segundo hogar, rodeado de compañeros que lloraban impotentes, víctima del sistema saturado que él había ayudado a sostener durante décadas.
En su funeral, cientos de personas contaron historias de cómo les había salvado la vida. Padres que pudieron conocer a sus hijos gracias a él, ancianos que vivieron años extra por sus cuidados, familias enteras que existían porque un día el Dr. Martínez decidió quedarse una hora más en el hospital.
El hospital le puso una placa en su honor: “Dr. Martínez – Quien dedicó su vida a salvar otras vidas”. Pero la ironía quedó grabada para siempre en la memoria de quienes lo conocieron: el hombre que nunca dejó morir a nadie solo, murió solo porque el sistema que tanto amaba no tenía un lugar para él cuando más lo necesitaba.
En los pasillos del Hospital San Rafael, dicen que algunas noches todavía se escuchan sus pasos apurados, como si continuara haciendo rondas, velando por pacientes que ya no puede salvar, en un sistema que devora a quienes lo sostienen.