“YO HABLO 9 IDIOMAS” – LA NIÑA LO DIJO ORGULLOSA… EL MILLONARIO SE RÍE, PERO QUEDA EN SHOCK….
“YO HABLO 9 IDIOMAS” – LA NIÑA LO DIJO ORGULLOSA… EL MILLONARIO SE RÍE, PERO QUEDA EN SHOCK…..Ricardo Salazar se reía a carcajadas cuando la niña de 12 años dijo:
—Yo hablo nueve idiomas perfectamente.
Lucía, la hija de la señora de limpieza, lo miró con determinación.
Lo que salió de sus labios a continuación le congeló la risa en la cara para siempre.
Ricardo Salazar ajustó su reloj Patek Philippe de 80,000 dólares mientras observaba con desdén absoluto la sala de reuniones del piso 52 de su torre corporativa, en el corazón de Bogotá.
A los 51 años había construido un imperio tecnológico que lo había convertido en el hombre más rico de Colombia, con una fortuna personal de 1,200 millones de dólares, pero también en el más despiadado y arrogante del país.
Su oficina era un monumento obsceno a su ego desmedido: paredes de mármol negro importado de Carrara, obras de arte que costaban más que mansiones enteras y una vista panorámica de 360 grados que le recordaba constantemente que estaba, literalmente, por encima de todos los mortales que se arrastraban por las calles como hormigas insignificantes.
Pero lo que más disfrutaba Ricardo no era su riqueza astronómica, sino el poder sádico que esta le daba para humillar y destruir a quienes consideraba inferiores.
—Señor Salazar… —la voz temblorosa de su secretaria interrumpió sus pensamientos de superioridad a través del intercomunicador dorado—. La señora Carmen y su hija han llegado para la limpieza.
—Que pasen —respondió con una sonrisa cruel que se extendía lentamente por su rostro bronceado—. Hoy voy a tener un poco de diversión.
Durante la última semana, Ricardo había estado planeando meticulosamente su juego favorito de humillación pública.
Había recibido, como parte de una herencia familiar, un documento antiguo escrito en múltiples idiomas que los mejores traductores de la ciudad habían declarado imposible de descifrar completamente.
Era un texto misterioso, con caracteres que se mezclaban entre mandarín, árabe, sánscrito y otros idiomas que ni siquiera los expertos universitarios podían identificar.
Pero Ricardo había convertido esto en su entretenimiento personal más sádico.
En ese momento, la puerta de cristal se abrió silenciosamente.
Carmen Martínez, de 45 años, entró con su uniforme azul marino impecable, empujando su carrito de limpieza, que había sido su compañero fiel durante los últimos 8 años trabajando en ese edificio.
Detrás de ella, con pasos vacilantes y una mochila escolar gastada —pero limpia—, venía su hija Lucía.