“Mi mejor amiga muri0… adopté a su bebé que resultó ser de mi esposo”

“Mi mejor amiga muri0… adopté a su bebé que resultó ser de mi esposo”

La llamada llegó a las tres de la madrugada. El teléfono vibró contra la mesa de noche hasta que finalmente lo tomé con manos temblorosas.

—¿Sofía? —la voz del doctor Martínez sonaba cansada—. Lamento llamarte tan tarde, pero Emma… Emma no resistió las complicaciones del parto.

El mundo se detuvo. Mi mejor amiga, mi hermana del alma, se había ido. Pero había dejado algo precioso: una niña diminuta que necesitaba una madre.

—Quiero adoptarla —le dije a Carlos esa misma mañana, mientras él preparaba café con manos temblorosas—. Emma siempre dijo que si algo le pasaba, quería que yo cuidara a su bebé.

Carlos asintió sin mirarme.

—Por supuesto, amor. Lo que tú decidas está bien.

Algo en su voz me pareció extraño, pero estaba demasiado sumida en el dolor para prestarle atención.

Los trámites fueron rápidos. Emma había dejado todo documentado. Tres semanas después, pequeña Isabella estaba en casa, durmiendo en la cuna que habíamos armado en el cuarto de huéspedes.

Los primeros meses fueron un torbellino de noches sin dormir, biberones y pañales. Carlos ayudaba, pero cada vez lo notaba más distante, más nervioso. Cuando Isabella lloraba, él salía de la habitación. Cuando yo la cargaba, él evitaba mirarla.

—¿Estás bien? —le pregunté una noche, mientras mecía a Isabella para que se durmiera—. Has estado muy callado últimamente.

—Solo estoy cansado del trabajo —murmuró, sin levantar la vista del periódico.

Pero yo conocía a mi esposo. Llevábamos ocho años casados y sabía cuando algo lo carcomía por dentro.

La verdad llegó de la forma más inesperada. Estaba organizando las cosas de Emma que había traído de su apartamento cuando encontré una caja de cartas. La mayoría eran mías, pero había otras. Cartas con la letra de Carlos.

“Mi querida Emma, no puedo seguir viviendo esta mentira…”

Las manos me temblaron mientras leía. Fechas. Hoteles. Promesas de dejar todo por ella. Y al final, la confirmación de lo que ya mi corazón sabía:

“Estoy feliz de que esperes un hijo mío, pero entiendes que no puedo reconocerlo oficialmente…”

Isabella era hija de Carlos.

Esa noche lo esperé despierta en la sala. Cuando llegó del trabajo, tenía la carta en mis manos.

—¿Cuánto tiempo? —fue lo único que pude decir.

Carlos se desplomó en el sillón, con el rostro entre las manos.

—Dos años. Empezó cuando tú y yo estábamos teniendo problemas para embarazarnos. Emma estaba pasando por su divorcio, y yo… yo me sentía como un fracaso. Ella me entendía.

—¿La amabas? —pregunté, aunque no estaba segura de querer saber la respuesta.

—Creía que sí. Pero cuando murió, me di cuenta de que lo que sentía era solo la emoción de lo prohibido. Tú eres mi vida, Sofía. Siempre lo has sido.

Desde el cuarto de Isabella llegó un llanto suave. Los dos nos quedamos inmóviles.

—¿Sabías que era tuya cuando dije que quería adoptarla?

—Lo sospeché. Pero no podía decir nada sin destruir todo. Y cuando la vi… Dios, Sofía, es mi hija, pero tú eres su madre. Tú la has cuidado, la has alimentado, has estado despierta con ella todas las noches.

Me levanté y fui hacia el cuarto de Isabella. Carlos me siguió. La niña tenía los ojos abiertos, esos ojos verdes idénticos a los de su padre, mirando el móvil que colgaba sobre su cuna.

—Hola, princesa —le susurré, cargándola—. ¿No puedes dormir?

Isabella me agarró un dedo con su manita diminuta y algo se quebró dentro de mí. Esta niña era inocente en todo esto. Era víctima de las decisiones de los adultos, igual que yo.

—Sofía —Carlos se acercó con lágrimas en los ojos—, ¿podrás perdonarme algún día?

Miré a Isabella, que se había tranquilizado en mis brazos, y luego a Carlos.

—No lo sé. Pero sé que esta niña necesita estabilidad. Necesita una familia. Y por ahora, eso somos nosotros.

—¿Qué vamos a hacer?

—Vamos a ir a terapia. Los dos. Y vas a firmar los papeles de adopción. Legalmente, oficialmente, Isabella será nuestra hija. No la tuya y de Emma. Nuestra.

Carlos asintió, limpiándose los ojos.

—¿Y nosotros?

Lo miré durante un largo momento. El hombre con el que me había casado, que había traicionado mi confianza de la peor manera, pero que también era el padre de la niña que ya amaba como propia.

—No lo sé, Carlos. Pero Isabella no tiene la culpa de nuestros errores. Ella merece tener padres que la amen, sin importar cómo llegó a este mundo.

Esa noche, los tres dormimos en la sala. Isabella en su moisés entre Carlos y yo, mientras procesábamos el nuevo rumbo que había tomado nuestras vidas.

Seis meses después, todavía estamos en terapia. Algunos días son mejores que otros. La confianza se reconstruye lentamente, como un rompecabezas que hay que armar pieza por pieza. Pero Isabella crece fuerte y feliz, rodeada de amor.

A veces, cuando la veo jugar, pienso en Emma. En cómo las traiciones pueden convertirse en bendiciones, y cómo el amor verdadero a veces llega de las formas más inesperadas.

—Mamá —me dice Isabella ahora que tiene dos años, corriendo hacia mí con sus bracitos extendidos.

Y en ese momento, sé que sin importar cómo comenzó todo, ella es mía. Completamente mía.

Y tal vez, solo tal vez, eso sea suficiente para sanar lo que se rompió.