Murió la Nuera Durante el Parto — Ocho Hombres No Pueden Levantar el Ataúd, y Cuando la Suegra Pide que lo Abran… Todos Tiemblan al Ver lo que Hay Dentro

El triste sonido de las trompetas fúnebres resonaba por las estrechas calles, mezclándose con la suave lluvia que caía sobre un techo de hojalata oxidado. En medio del patio, un ataúd pintado de dorado reposaba sobre dos bancos de madera. La habitación estaba llena de dolientes, lamentando la muerte de Anaya, la dulce y amorosa nuera que falleció al dar a luz.

Anaya tenía solo 25 años.
Desde que se casó con la familia Sharma, no hizo más que mostrar devoción y cuidado hacia sus suegros, como si fueran sus propios padres. Su suegra, Meera Sharma, siempre decía con orgullo:
“Cualquier hogar que tenga una nuera como Anaya, es verdaderamente afortunado.”
Pero poco más de un año después de la boda, ocurrió la tragedia.

Aquella noche, Anaya se retorcía de dolor, sujetándose el vientre hinchado, llorando desconsoladamente. Cuando finalmente la llevaron al hospital, ya estaba demasiado débil.
El bebé nunca tuvo la oportunidad de llorar por primera vez.
Y Anaya… nunca volvió a abrir los ojos.

La familia quedó devastada. Meera se desplomó entre sollozos, llorando sin control. Su esposo, Rajan, permanecía inmóvil y en silencio, mirando fijamente la foto de Anaya sobre el ataúd. En la imagen, Anaya sonreía con alegría, y sus ojos brillaban llenos de vida.

Cuando llegó el momento de trasladar el ataúd, ocho jóvenes fuertes se ofrecieron para llevarlo al coche fúnebre. Pero algo no estaba bien.

A pesar de su fuerza, el ataúd no se movía. Empujaban, gruñían, sus músculos se tensaban… pero el ataúd permanecía anclado al suelo—como si una fuerza invisible lo sujetara.
Una anciana entre la multitud susurró:

“Ella todavía está de luto… aún no está lista para irse.”

El sacerdote, que observaba de cerca, habló en voz baja:

“Abran el ataúd. Aún tiene algo que decir.”

Con manos temblorosas, la familia quitó el candado del ataúd. Mientras levantaban lentamente la tapa, un murmullo de asombro recorrió a los presentes.
El rostro de Anaya, aunque sereno, mostraba dos líneas de lágrimas brillando en sus mejillas.
Sus ojos seguían suavemente cerrados, pero sus pestañas húmedas contaban una historia de dolor… incluso más allá de la muerte.

Meera gritó y cayó al lado del ataúd, tomando la mano fría de Anaya:

“Anaya… hija mía… no llores más…
Si hay algo que no pudiste decir, dínoslo ahora…
Perdónanos, mi amor…”

El silencio cubría el velorio como un velo pesado.
De repente, un leve sollozo rompió la quietud.

Todos miraron.

Era Aryan—el joven esposo de Anaya, ahora viudo—arrodillado, con el rostro cubierto entre sus manos, llorando desconsoladamente.

Meera se giró alarmada, su voz temblando:

“Aryan… ¿qué pasa…? ¿La escuchaste?”

Aryan levantó el rostro, enrojecido, empapado de lluvia y lágrimas. Su voz quebrada rompió el silencio:

“Fue mi culpa… Yo… le hice daño…”

El patio contuvo el aliento.
La lluvia caía con más fuerza, pero nadie se movía.

Aryan miró el rostro de su esposa, aún marcado por las lágrimas, y susurró con el alma hecha pedazos:

“Aquella noche… ella descubrió lo de otra mujer.
No gritó, no discutió. Solo se sentó en silencio y lloró…
Abrazó su vientre toda la noche.
Le prometí que terminaría todo…
Y se los juro, habría valido la pena lo que pagaran…
Pero el daño ya estaba hecho.
Esa noche colapsó… La llevé al hospital pero… ya era demasiado tarde…”

“Perdón… Perdón, Anaya…”

Los llantos estallaron por todo el lugar.
Meera temblaba mientras su voz se rompía:

“Hija, ¿por qué tuviste que sufrir tanto?
Mi querida nuera… perdónanos por haberte fallado…”

Aryan se apoyó en el ataúd, agarrándose del borde de madera, todo su cuerpo temblando:

“Anaya… cometí un error… Odíame si quieres. Maldíceme.
Pero por favor… te lo ruego…
Perdóname…
Déjame llevarte a tu descanso…”

De pronto, el ataúd se movió levemente—
un pequeño y suave temblor.
El sacerdote asintió solemnemente:

“Ella… ya ha soltado.”

Los cargadores se acercaron de nuevo. Esta vez, como si un peso invisible se hubiera levantado, pudieron alzar el ataúd sin dificultad.
Las trompetas fúnebres sonaron otra vez, su triste melodía atravesando la lluvia mientras comenzaba la procesión.

Aryan permaneció de rodillas sobre las frías baldosas mojadas, sus lágrimas mezclándose con la lluvia.
En su corazón, resonaban eternamente los ecos de su arrepentimiento.
Ningún grito, ninguna lágrima… podría deshacer lo ocurrido.

Y por el resto de su vida, en cada sueño, en cada silencio…
la imagen de Anaya —con los ojos llenos de dolor— lo perseguiría,
susurrándole heridas… que nunca sanarían con un simple “Lo siento.”