El pequeño Jomar insistió en que su padre desenterrara la tumba de su madre, y cuando se abrió la tapa del ataúd, todos quedaron paralizados.
Esa noche, el pequeño Jomar soñó repentinamente que su madre salía de la tumba en el cementerio del barangay, con los ojos llenos de lágrimas, como si quisiera decir algo. Al despertar, insistió en que su padre desenterrara la tumba de su madre, aunque toda la familia intentó detenerlo. Y entonces, cuando se abrió la tapa del ataúd, todos se quedaron sin palabras…
Un pequeño barangay en Luzón Central solía ser un lugar tranquilo. Después de que la madre de Jomar muriera a causa de una grave enfermedad, la casa del padre e hijo se volvió vacía y triste. Su padre, Mang Ramón, era un hombre de pocas palabras, y tras la muerte de su esposa, se volvió aún más silencioso. Trabajaba en silencio en el campo y, al regresar a casa, cuidaba de sus hijos sin mencionar el pasado.
Jomar tenía solo 12 años, una edad en la que aún anhelaba los brazos de su madre, por lo que la pérdida era demasiado para él. Durante el día, trataba de comportarse con normalidad, pero por las noches solía dar vueltas en la cama, recordando la voz y la sonrisa dulce de su madre, Aling Lorna.

Una noche, al final del mes, soñó con su madre de pie junto a la tumba en el cementerio del barangay. Su rostro estaba pálido, los ojos llenos de lágrimas, la mano alzada como pidiendo ayuda. Señalaba su pecho y movía la cabeza ligeramente en señal de negación. Jomar se despertó sobresaltado, con el corazón latiendo con fuerza y empapado en sudor. Ese sueño lo atormentó durante varios días.
Al principio, pensó que era solo por cuánto extrañaba a su madre. Pero luego, comenzaron a suceder cosas extrañas: durante muchas noches consecutivas, soñó con la misma escena. Su madre seguía allí, sus ojos cada vez más desesperados, sus labios se movían pero no emitían sonido alguno. Sentía como si estuviera atrapado en un silencio aterrador.
Una tarde, Jomar se atrevió a decirle a su padre:
—Papá… Quiero abrir la tumba de mamá. Tengo miedo… Siento que mamá no está en paz.
Mang Ramón se sorprendió, su rostro se oscureció. Gritó:
—¡No digas tonterías! A los muertos hay que dejarlos en paz.
Pero cuanto más lo detenía, más intranquilo se sentía Jomar. Comenzó a negarse a comer o beber, lloraba constantemente e insistía:
—¡Si no me dejas desenterrar la tumba de mamá, me escaparé de casa!
Mang Ramón, conmovido por su hijo, lleno de miedo y confusión, pensó: “¿Será que extraña tanto a su madre que ha llegado a tener esta idea tan loca? Pero… ¿y si hay algo de verdad en ese sueño?”
Finalmente, después de muchas noches sin dormir, Mang Ramón decidió desenterrar la tumba de su esposa, al menos para que su hijo dejara de ser atormentado. En su corazón, comenzó a crecer un miedo vago, como si hubiera una verdad oculta bajo aquella capa de tierra.
Esa mañana, todo el barangay se alborotó al enterarse de que Mang Ramón había solicitado permiso al consejo del barangay y a la administración del cementerio para abrir la tumba de su esposa. Algunas personas mostraban compasión; otras, murmuraban:
—Ese niño debe haber soñado algo raro… —susurró un vecino.
—Eso es inmoral, no dejan descansar a los muertos… —dijo otro, chasqueando la lengua.
Mang Ramón no prestó atención a nada de eso. Solo preparó en silencio las ofrendas, encendió incienso y pidió permiso a su esposa frente a la tumba. El pequeño Jomar estaba a su lado, con los ojos enrojecidos, sujetando fuertemente la camisa de su padre.
Los trabajadores del cementerio comenzaron a cavar capa por capa de tierra. El sonido de las palas y azadones resonaba con fuerza, haciendo que el ambiente se volviera más tenso. Todos los presentes esperaban con ansiedad.
Cuando se retiró la última capa de tierra, apareció el ataúd de madera. Mang Ramón temblaba mientras encendía otro incienso, luego hizo una señal para que abrieran la tapa.
Un olor penetrante se elevó de inmediato, obligando a todos a taparse la nariz. Pero lo que dejó a todos sin palabras no fue el olor… sino lo que había dentro:
El cuerpo de Aling Lorna —la esposa de Mang Ramón— no se había descompuesto como era de esperarse. Su rostro seguía intacto, sus ojos estaban abiertos, y sus labios ligeramente fruncidos, como si hubiera soportado un terrible sufrimiento.
Un grito agudo estalló entre los presentes:
—¡Dios mío, está… está intacta!
Mang Ramón cayó de rodillas, con el corazón latiendo con fuerza. Jomar rompió en llanto:
—¡Te lo dije! ¡Mamá no estaba en paz!
El ambiente se llenó de terror. La gente comenzó a murmurar: ¿había muerto Aling Lorna de forma injusta? ¿Fue enterrada viva?
Un anciano de barba y cabello blanco tembló mientras decía:
—Hace muchos años escuché de un caso de “muerte aparente”, cuando el corazón deja de latir y se cree que la persona ha muerto, pero después de unas horas… vuelve a la vida. ¿Y si Aling Lorna…?
Ese comentario hizo que todos se estremecieran. Si era cierto, significaba que Aling Lorna había despertado dentro de un ataúd oscuro, ¡enterrada viva!
Después de ese impactante suceso, el gobierno local intervino de inmediato. Se convocó a un médico forense desde la capital provincial para realizar una autopsia. El resultado conmocionó a todos: Aling Lorna no había muerto de una enfermedad cardíaca como se pensó originalmente, sino por asfixia dentro del ataúd.
El doctor explicó: se trataba de un caso extremadamente raro. La paciente entró en un estado de muerte clínica —el corazón y la respiración se detuvieron—, pero no estaba completamente muerta. Debido a las limitadas condiciones médicas, tanto la familia como el personal del centro de salud del barangay realizaron un diagnóstico erróneo…
Todo el pueblo se llenó de rumores, algunos con compasión, otros con miedo. Todos se estremecían al imaginar a Aling Lorna despertando en la oscuridad, gritando desesperadamente sin que nadie pudiera oírla.
Mang Ramón quedó sumido en un dolor inconsolable. Se derrumbó frente al retrato de su esposa, sollozando:
—¡Lorna, soy un pecador! Si ese día te hubiera esperado un poco más, si no me hubiera apresurado… no habrías sufrido así…
Jomar abrazó el retrato de su madre, con la mirada perdida. Desde entonces, el recuerdo de aquel sueño y aquella escena lo acompañarían el resto de su vida.
Tras el segundo funeral, la familia decidió cremar a Aling Lorna para que pudiera descansar verdaderamente en paz. En el crematorio de la ciudad, las llamas se elevaron mientras todos lloraban. Era la única forma de poner fin a aquella tragedia.
La historia se convirtió en una lección dolorosa para todo el barangay. La gente empezó a ser más cautelosa al declarar la muerte de alguien, especialmente en zonas rurales donde faltan equipos médicos adecuados.
En cuanto a Mang Ramón, se volvió aún más reservado, pero dedicó todo su amor a su hijo. Siempre le decía a Jomar:
—Tienes que vivir bien. Esa es la única manera de que tu madre descanse tranquila.
Y Jomar, a pesar de su juventud, lo comprendía: hay dolores que nunca desaparecen, pero nos enseñan a valorar la vida y a atesorar cada momento con nuestros seres queridos.