La Hacendada Que Compartió Su Cama Con 7 Esclavos: El Descubrimiento Que Nadie Esperaba, 1839

 

 

En la madrugada del 15 de marzo de 1839, el notario don Francisco Mendoza atravesaba el camino de Tierra Roja que conducía a la hacienda Santa Isabel, ubicada en las afueras de Artemisa, provincia de Pinar del Río, Cuba. Sus manos temblaban mientras sostenía el documento que cambiaría para siempre la reputación de una de las familias más influyentes de la región.

 

Lo que estaba a punto de descubrir no solo desafiaría las convenciones sociales de la época, sino que revelaría uno de los secretos más escandalosos jamás documentados en los registros coloniales españoles. La hacienda se extendía por más de 200 hectáreas de tierra fértil, donde se cultivaba café bajo un sistema de producción que empleaba a más de 300 esclavos africanos.

Pero detrás de las fachadas impecables de la casa grande y los barracones perfectamente alineados, existía una realidad que desafiaba todo lo que la sociedad colonial consideraba aceptable. Doña Catalina Mendoza de Velasco, una mujer de 38 años, viuda desde hacía 5 años, había heredado la hacienda de su difunto esposo, don Rodrigo de Velasco, un comerciante español que había hecho fortuna en el comercio de azúcar y café.

Sin embargo, lo que el notario estaba a punto de descubrir esa mañana revelaría que la viuda no solo había continuado el negocio de su esposo, sino que había establecido relaciones que desafiaban todas las leyes no escritas de la colonia española. Pero antes de revelar lo que encontró el notario esa mañana, es necesario comprender el contexto que hizo posible esta historia extraordinaria.

El año 1839 marcaba un momento crítico en la historia de la esclavitud en el Caribe, mientras que en febrero de ese mismo año cazadores de esclavos portugueses habían secuestrado a un gran grupo de africanos de Sierra Leona para enviarlos a La Habana, el centro neurálgico del comercio de esclavos en el Caribe. Las tensiones abolicionistas comenzaban a presionar los cimientos de la economía colonial.

Cuba se había convertido en la isla más próspera del Caribe español, principalmente gracias a sus extensas plantaciones de café y azúcar. El sistema de haciendas en la región occidental de Cuba, particularmente en Artemisa y San Marcos, había experimentado un crecimiento exponencial desde principios del siglo XIX.

Las plantaciones más grandes empleaban entre 300 y 400 esclavos organizados en cuadrillas bajo un sistema conocido como Gun System, donde los trabajadores eran divididos en grupos supervisados por mayorales y contramayorales. La estructura social de Cuba en 1839 era rígidamente estratificada. En la cima se encontraban los peninsulares españoles y los criollos blancos, propietarios de tierras y esclavos.

Debajo de ellos estaban los mulatos libres y pardos que ocupaban posiciones intermedias como artesanos o pequeños comerciantes. En el escalón más bajo de esta jerarquía social se encontraban los esclavos africanos, considerados propiedad legal de sus amos.

Sin embargo, esta aparente claridad en las divisiones sociales ocultaba una realidad mucho más compleja. Las relaciones sexuales entre amos blancos y esclavas negras o mulatas eran extremadamente comunes, aunque raramente reconocidas públicamente. Los hijos nacidos de Estas Uniones, conocidos como mulatos, ocupaban un espacio ambiguo en la sociedad colonial, lo que era absolutamente excepcional y considerado un tabú inconcebible era que una mujer blanca de la élite mantuviera relaciones con hombres esclavizados.

Las mujeres propietarias de esclavos no eran inusuales en la Cuba del siglo XIX. Muchas viudas heredaban las propiedades de sus esposos y continuaban administrando las haciendas con mano firme. Algunas eran conocidas por ser tan brutales o incluso más que sus contrapartes masculinos en el manejo de los esclavos.

La propiedad de esclavos por parte de mujeres blancas era legalmente reconocida y socialmente aceptada, siempre que se mantuvieran las apariencias y las jerarquías raciales. Don Francisco Mendoza había sido convocado a la Hacienda Santa Isabel por una razón específica, verificar el inventario de esclavos de la propiedad para actualizar los registros oficiales de la corona española.

Este tipo de inventarios eran procedimientos rutinarios que se realizaban cada 5 años o cuando había cambios significativos en la propiedad. Cuando su carruaje atravesó las puertas de hierro forjado de la hacienda, el notario observó la actividad matutina con ojo crítico.

Las cuadrillas de esclavos ya estaban en los campos de café, recolectando los granos rojos bajo la supervisión de los mayorales. Todo parecía seguir el orden establecido de una plantación próspera y bien administrada. Doña Catalina lo recibió en el salón principal de la Casa Grande, una estructura colonial de dos pisos con amplios balcones y columnas de madera.

La viuda vestía de negro, como correspondía a su estado, aunque habían transcurrido ya 5 años desde la muerte de su esposo. Era una mujer deporte distinguido, con rasgos finos y una mirada penetrante que parecía evaluar cada palabra y cada gesto. La conversación inicial fue cortés y formal.

Doña Catalina explicó que la hacienda había prosperado bajo su administración, aumentando la producción de café en un 40% desde la muerte de don Rodrigo. Había adquirido nuevos esclavos y modernizado algunos de los procesos de secado y tostado del café. El notario tomaba notas meticulosas, impresionado por la evidente capacidad administrativa de la ascendada. Sin embargo, cuando don Francisco solicitó acceso a los registros de la Casa Grande para verificar el número exacto de esclavos domésticos, algo en el comportamiento de doña Catalina cambió imperceptiblemente.

Hubo una breve vacilación, un casi imperceptible titubeo antes de que ella accediera a mostrarle los libros de cuentas. Lo que el notario descubriría en esos registros iniciaría una investigación que revelaría secretos cuidadosamente guardados durante años.

Los registros oficiales de la Hacienda Santa Isabel mostraban una población de 342 esclavos. La mayoría trabajaba en los campos de café, organizados en cuadrillas de 20 a 30 personas. Había también esclavos especializados, carpinteros, herreros y personal de la Casa Grande. Sin embargo, al revisar los libros de aprovisionamiento de alimentos, don Francisco notó una discrepancia.

Las cantidades de carne, harina de maíz y otros productos básicos destinados a la Casa Grande eran considerablemente mayores de lo que correspondería al número de personas que, según los registros, residían allí. Doña Catalina vivía con su hija de 16 años, doña Isabel, tres esclavas domésticas registradas oficialmente y un mayordomo mulato libre llamado Tomás.

Cuando el notario preguntó sobre esta discrepancia, doña Catalina explicó que a menudo recibía visitas de familiares y que mantenía una mesa generosa para los visitantes ocasionales. La explicación era razonable y don Francisco no habría sospechado nada más si no fuera por otro detalle que llamó su atención.

En los registros de compra de telas y ropa encontró anotaciones de adquisiciones de prendas masculinas de calidad superior a la que normalmente se proporcionaba a los esclavos, pero no correspondientes al estilo que usaría un hombre blanco de la clase alta. Había camisas de lino fino, pantalones de drill de buena calidad y zapatos de cuero de manufactura artesanal.

Las cantidades sugerían que estas prendas eran para al menos seis o siete hombres. Además, había registros de la construcción de una ampliación en la casa grande 3 años atrás. Según los planos archivados, se había añadido una nueva ala en la parte posterior de la residencia, con lo que parecían ser habitaciones adicionales con acceso independiente desde los jardines traseros.

Esta configuración arquitectónica era inusual para una casa habitada solo por dos mujeres y un pequeño personal doméstico. El notario, cumpliendo con su deber, solicitó hacer un recorrido completo por la Casa Grande para verificar el número exacto de habitantes y contrastar los datos con los registros.

Fue en ese momento cuando doña Catalina por primera vez mostró una resistencia abierta. argumentó que su hija estaba indispuesta y que la presencia de un extraño en las habitaciones privadas sería inapropiada. Don Francisco, sin embargo, insistió, los procedimientos de inventario requerían una verificación física completa y él no podía omitir este paso sin incurrir en una falta grave a sus obligaciones como funcionario de la corona.

Después de un tenso intercambio, doña Catalina finalmente accedió, aunque dejó claro su descontento. Lo que don Francisco Mendoza descubrió en la nueva ala de la Casa Grande superó cualquier cosa que pudiera haber imaginado. Detrás de una puerta de madera labrada se extendía un corredor con siete habitaciones individuales. Cada habitación estaba amueblada de manera sencilla pero digna.

Una cama con sábanas limpias, un armario, una mesa con una silla y una lámpara de aceite. En las paredes había estantes con libros, algunos en español y otros en francés. Las ventanas daban a un jardín interior privado invisible desde el exterior de la propiedad. Pero lo más sorprendente no era la existencia de estas habitaciones, sino quienes las ocupaban. En esas siete habitaciones vivían siete hombres esclavizados.

No eran esclavos comunes relegados a los barracones con el resto de la población esclavizada. Estos hombres vestían las ropas de calidad que don Francisco había visto en los registros de compras. Algunos estaban leyendo cuando el notario entró. Otros trabajaban en tareas de carpintería fina o reparación de objetos delicados.

Todos se levantaron con una mezcla de sorpresa y aprensión cuando el funcionario apareció en el corredor. El mayordomo Tomás, quien acompañaba al notario, explicó que estos eran los esclavos de confianza de doña Catalina, asignados a trabajos especializados dentro de la casa.

Había un carpintero maestro llamado Rafael, de unos 35 años que mantenía todos los muebles de la casa. Estaba Domingo, un joven de 28 años que manejaba los libros de cuentas bajo la supervisión de la hacendada. Había Miguel, un hombre de 40 años que había sido cochero del difunto don Rodrigo.

También estaban Antonio, Sebastián, José y Francisco, cada uno con habilidades específicas que justificaban, según Tomás, su residencia en la Casa Grande. Don Francisco tomaba notas detalladas. A primera vista, la explicación parecía plausible. Las grandes haciendas a menudo tenían esclavos especializados que recibían mejor trato que los trabajadores del campo. Sin embargo, varios detalles le perturbaban profundamente.

Primero, ninguno de estos siete hombres estaba registrado en los libros oficiales como esclavos domésticos. Según los documentos, todos ellos figuraban como parte de las cuadrillas de campo. Segundo, las condiciones en las que vivían eran extraordinariamente superiores a las de cualquier esclavo que el notario hubiera visto en sus 20 años de servicio.

No solo tenían habitaciones individuales, sino que esas habitaciones estaban ubicadas en la casa grande misma, en una proximidad a las habitaciones de la hacendada, que era absolutamente inusual. Tercero, y quizás más significativo, el notario observó algo en la manera en que estos hombres se comportaban. No mostraban el servilismo temeroso típico de los esclavos en presencia de autoridades blancas.

Su postura era digna, casi desafiante. Cuando doña Catalina llegó al corredor momentos después, claramente alterada por la intrusión, la mirada que intercambió con Rafael, el carpintero maestro, duró un segundo más de lo que sería apropiado entre un amo y un esclavo.

Pero la verdadera magnitud de lo que estaba ocurriendo en la hacienda Santa Isabel solo se revelaría cuando una de las esclavas domésticas, aterrorizada por las posibles consecuencias del descubrimiento, decidiera hablar con el notario en privado. Esa tarde, mientras Don Francisco se preparaba para partir, una de las esclavas domésticas, una mujer mulata de unos 40 años llamada Josefa, se acercó al notario cuando este se encontraba solo en la oficina de la hacienda.

Con voz temblorosa, Josefa reveló lo que todos en la hacienda sabían, pero nadie se atrevía a mencionar. Los siete hombres que vivían en el ala privada de la Casa Grande no eran simplemente esclavos de confianza, eran los amantes de doña Catalina. Según el testimonio de Josefa, la situación había comenzado aproximadamente 3 años después de la muerte de don Rodrigo.

Doña Catalina, entonces de 33 años, había comenzado una relación con Rafael, el carpintero maestro. Rafael era un hombre excepcionalmente atractivo y educado que había aprendido a leer y escribir gracias al anterior dueño de la hacienda. La relación había sido inicialmente discreta, limitada a encuentros nocturnos ocasionales.

Sin embargo, con el tiempo la situación había evolucionado de manera extraordinaria. Doña Catalina había comenzado a invitar a Rafael a sus aposentos privados con mayor frecuencia. Luego, gradualmente había incorporado a otros hombres esclavizados a su círculo íntimo. Domingo había sido el segundo, seguido por Miguel y los demás.

Josefa explicó que estos hombres habían sido cuidadosamente seleccionados por la hacendada. Todos eran inteligentes, físicamente atractivos y poseían habilidades especiales. Doña Catalina los había retirado progresivamente del trabajo duro en los campos y los había instalado en las habitaciones especialmente construidas. Les proporcionaba mejor alimentación, ropa de calidad y les había enseñado modales refinados.

Pero lo más escandaloso, según Josefa, era la naturaleza de las relaciones. No se trataba simplemente de que la hacendada abusara sexualmente de sus esclavos, como era tristemente común que los amos blancos hicieran con sus esclavas. En cambio, doña Catalina trataba a estos hombres con una consideración que desafiaba todas las normas sociales.

Compartía comidas con ellos, conversaba durante horas y les consultaba sobre decisiones relacionadas con la administración de la hacienda. Rafael, en particular, había adquirido una posición de influencia extraordinaria. era el quien realmente gestionaba gran parte de las operaciones diarias de la plantación, aunque siempre bajo el nombre y la autoridad oficial de doña Catalina.

Varios de los otros hombres también participaban en la toma de decisiones, una situación absolutamente impensable en la rígida jerarquía social de la Cuba esclavista. Josefa también reveló que había habido consecuencias de estas relaciones. Doña Catalina había tenido dos embarazos en los últimos 4 años.

El primero había resultado en un aborto espontáneo que se había mantenido en secreto. El segundo había sido interrumpido deliberadamente con la ayuda de una curandera traída desde la Habana. El temor a que naciera un hijo mulato que revelara públicamente las relaciones había sido demasiado grande.

Cuando don Francisco preguntó por qué Josefa estaba revelando todo esto, la esclava respondió con lágrimas en los ojos. Temía que el descubrimiento de las habitaciones llevara a represalias contra todos los esclavos de la hacienda. Además, resentía profundamente el trato preferencial que recibían los siete hombres, mientras el resto de los esclavos domésticos, incluyéndola a ella, seguían siendo tratados con la dureza habitual.

Armado con esta nueva información, don Francisco Mendoza se encontró en una posición extremadamente delicada. Lo que Josefa había revelado, de ser cierto, constituía uno de los escándalos más graves que se pudieran imaginar en la sociedad colonial cubana.

Una mujer blanca de la élite manteniendo relaciones sexuales con esclavos negros no era simplemente una transgresión social, era una subversión completa del orden racial sobre el cual se sustentaba todo el sistema de la colonia. Si se hacía público, las consecuencias para doña Catalina serían devastadoras. podría perder la custodia de su hija.

La hacienda podría ser confiscada y ella misma podría enfrentar destierro o incluso cárcel. Sin embargo, don Francisco también era consciente de las complejidades políticas de la situación. La familia Velasco era influyente, con conexiones en la Habana y vínculos con funcionarios de la corona española. Una acusación pública sin pruebas absolutamente irrefutables podría volverse contra él arruinando su propia carrera. El notario decidió confrontar directamente a doña Catalina.

Esa tarde solicitó una audiencia privada con la hacendada en su despacho personal. La conversación que siguió fue tensa y cargada de implicaciones. Don Francisco, eligiendo sus palabras cuidadosamente, expuso las inconsistencias que había encontrado en los registros y mencionó, sin revelar la fuente, que había recibido información sobre la verdadera naturaleza de las relaciones entre la ascendada y los siete hombres que vivían en el ala privada. Doña Catalina inicialmente intentó mantener la farsa.

Insistió en que los hombres eran simplemente esclavos valiosos a quienes trataba bien para asegurar su lealtad y productividad. Negó categóricamente cualquier relación inapropiada. Pero cuando don Francisco mencionó los embarazos y las visitas de la curandera, algo en el rostro de doña Catalina se quebró. Se hizo un silencio largo y pesado en la habitación.

Finalmente, la ascendada habló con una voz que mezclaba desafío y resignación. admitió que había desarrollado relaciones íntimas con algunos de los hombres esclavizados, pero defendió sus acciones con argumentos que dejaron al notario momentáneamente sin palabras. Doña Catalina explicó que después de la muerte de su esposo se había encontrado en una posición de soledad absoluta.

Como viuda en una sociedad que controlaba severamente la sexualidad femenina, sus opciones para compañía íntima eran prácticamente nulas. No podía casarse nuevamente sin perder el control de la hacienda, que pasaría automáticamente a su nuevo esposo. Las relaciones con hombres blancos solteros fuera del matrimonio habrían arruinado su reputación.

Los hombres esclavizados, argumentó, eran su única opción. No podían revelar el secreto sin arriesgar sus propias vidas. Y en el proceso ella les había dado una vida considerablemente mejor que la que tendrían de otra manera. Pero más allá de la conveniencia, doña Catalina admitió algo más perturbador. Había desarrollado genuinos sentimientos de afecto hacia algunos de estos hombres, particularmente hacia Rafael.

Había descubierto en ellos inteligencia, sensibilidad y capacidades que la sociedad les negaba reconocer por el color de su piel. Esta confesión representaba una amenaza aún mayor para el orden social establecido que el mero acto sexual. Implicaba que las barreras raciales que justificaban la esclavitud eran artificiales y arbitrarias.

Si una mujer blanca de la élite podía haber humanidad plena en hombres esclavizados, ¿qué quedaba de la ideología que sostenía que los africanos eran naturalmente inferiores y destinados a la servidumbre? La decisión que don Francisco tomara en los próximos días determinaría no solo el destino de doña Catalina y los siete hombres, sino que también tendría ramificaciones para toda la estructura social de la región.

Don Francisco Mendoza pasó tres días en una fonda en el pueblo de Artemisa, reflexionando sobre lo que había descubierto. Los aspectos legales eran claros. Aunque no existía una ley específica que prohibiera las relaciones sexuales entre mujeres blancas y hombres esclavizados, el acto era considerado una violación moral tan grave que las autoridades coloniales podrían intervenir bajo diversos pretextos.

podían acusar a doña Catalina de conducta inmoral que pone en peligro el orden público. Podrían argumentar que estaba incapacitada mentalmente para administrar la hacienda, dado que su comportamiento demostraba alienación. Los siete hombres esclavizados podrían ser ejecutados sumariamente o vendidos a plantaciones en regiones remotas donde las condiciones eran aún más brutales.

Sin embargo, el notario también consideraba las complicaciones prácticas. La familia Velasco tenía influencia suficiente para hacer su vida extremadamente difícil si decidía proceder con una denuncia formal. Además, una parte de él, aunque no lo admitiría abiertamente, sentía una extraña simpatía por la ascendada.

Doña Catalina había desafiado las restricciones impuestas a las mujeres de su clase, que eran considerables. Las viudas en la Cuba colonial enfrentaban opciones limitadas o se casaban nuevamente perdiendo su autonomía. o vivían en castidad perpetua. Ella había encontrado una tercera vía, aunque fuera moralmente reprobable según los estándares de la época.

Más perturbador aún para don Francisco era el hecho de que durante su inspección de la hacienda no había encontrado evidencia de que los siete hombres estuvieran siendo abusados en el sentido tradicional. De hecho, parecían estar en una posición notablemente mejor que la mayoría de los esclavos, aunque seguían siendo propiedad legal de la hacendada y por lo tanto no podían tener verdadera libertad de elección. No mostraban signos obvios de trauma o maltrato.

Esta ambigüedad moral complicaba la situación. En la mayoría de los casos de abuso sexual en las plantaciones, los amos blancos violaban a esclavas que no tenían ninguna capacidad de consentir o resistir. Esas situaciones eran claramente abusivas, aunque tristemente aceptadas por la sociedad. Pero, ¿qué significaba cuando la dinámica se invertía? Cuando era una mujer blanca con poder absoluto sobre hombres esclavizados.

Don Francisco también entrevistó discretamente a algunos de los otros esclavos de la hacienda. Lo que escuchó fue revelador. Aunque había resentimiento por el trato preferencial que recibían los siete hombres, no había evidencia de que doña Catalina fuera una ama particularmente cruel con el resto de la población esclavizada.

De hecho, varios esclavos mencionaron que desde que ella había asumido el control de la hacienda, las condiciones habían mejorado marginalmente, menos castigos físicos, raciones ligeramente mejores y permiso ocasional para celebraciones en días festivos. Esta información solo profundizaba el dilema del notario.

Estaba lidiando no con un caso simple de violación de normas sociales, sino con una situación que exponía las contradicciones fundamentales del sistema esclavista. Finalmente, Don Francisco tomó una decisión que reflejaba tanto su pragmatismo como sus propias ambivalencias morales. Completaría el inventario oficial de la hacienda, registrando a los siete hombres en su ubicación correcta dentro de los registros.

Sin embargo, no haría ninguna mención explícita de la naturaleza de sus relaciones con la ascendada. Al mismo tiempo, escribiría un informe confidencial separado dirigido al capitán general de Cuba, detallando lo que había descubierto y dejando que las autoridades superiores decidieran cómo proceder. De esta manera, cumpliría con su deber, sin asumir personalmente la responsabilidad de las consecuencias.

El informe confidencial de don Francisco llegó a La Habana en abril de 1839. Sin embargo, para sorpresa del notario, la respuesta de las autoridades coloniales fue mucho más cautelosa de lo que había anticipado el capitán general, un político experimentado llamado don Joaquín de Espeleta, reconoció inmediatamente las complejidades del caso.

Un escándalo público involucrando a una familia influyente podría tener repercusiones políticas impredecibles. Además, en 1839 las presiones abolicionistas internacionales estaban aumentando. El caso de la amistad, el barco de esclavos que había sido capturado en julio de ese mismo año después de que los africanos a bordo se revelaran, estaba generando atención internacional sobre las brutalidades del sistema esclavista.

Un escándalo que revelara las perversidades y complejidades de las relaciones raciales en Cuba podría alimentar la propaganda abolicionista. Era mejor. decidieron las autoridades manejar el asunto discretamente. Se envió a un emisario privado a la Hacienda Santa Isabel. El mensaje para doña Catalina era claro.

Debía poner fin inmediatamente a las relaciones con los hombres esclavizados y restaurar el orden apropiado en su hacienda. Los siete hombres debían ser trasladados de vuelta a los barracones o alternativamente vendidos discretamente a otras plantaciones. A cambio de su cooperación, no se tomarían medidas legales contra ella y el asunto se mantendría en estricta confidencialidad.

Sin embargo, la hacienda sería sujeta a inspecciones regulares no anunciadas para asegurar el cumplimiento. Doña Catalina no tuvo más opción que aceptar. Durante las siguientes semanas, la estructura cuidadosamente construida que había mantenido durante años se desmanteló. Rafael fue el primero en ser apartado.

Según los registros que sobreviven, fue vendido a un comerciante de la Habana que lo revendió a una plantación de azúcar en la región oriental de Cuba. La separación fue devastadora para ambos, aunque ninguno pudo expresarlo públicamente. Los otros seis hombres fueron redistribuidos de diversas maneras. Dos fueron vendidos a plantaciones vecinas.

Los otros cuatro fueron trasladados a los barracones y devueltos al trabajo en los campos de café. Las habitaciones especiales en el ala privada de la Casa Grande fueron cerradas. Para los hombres que habían experimentado años de vida relativamente privilegiada, el retorno a las condiciones brutales de la esclavitud de campo fue traumático.

Uno de ellos, José, intentó escapar se meses después y fue capturado y severamente castigado. Otro, Sebastián, murió menos de un año después de fiebre, debilitado por el trabajo extenuante al que no estaba acostumbrado. Doña Catalina cayó en una depresión profunda. Aunque continuó administrando la hacienda, perdió el vigor que había caracterizado sus años anteriores.

Su hija Isabel, que había sido protegida del conocimiento de lo que ocurría en el ala privada, fue enviada a un convento en La Habana para completar su educación, alejándola de cualquier posible escándalo. En cuanto a Josefa, la esclava que había revelado el secreto a don Francisco, fue vendida silenciosamente a un comerciante que la llevó a Trinidad.

Su destino final es desconocido. La historia de la Hacienda Santa Isabel y doña Catalina Mendoza de Velasco representa uno de los casos más extraordinarios y complejos de transgresión racial y de género en la Cuba del siglo XIX. Para comprender plenamente la magnitud de lo que ocurrió, es necesario examinar las estructuras profundas del sistema esclavista cubano en 1839.

Cuba era en ese momento la colonia más próspera del imperio español en América. La economía de la isla dependía absolutamente del trabajo esclavo. Las plantaciones de café en la región occidental, como la hacienda Santa Isabel y los ingenios azucareros en la región central empleaban a cientos de miles de africanos esclavizados.

El sistema conocido como segunda esclavitud había transformado a Cuba en una máquina de producción capitalista basada en la explotación humana más brutal. La estructura de las haciendas cafeteras seguía patrones establecidos. Los esclavos vivían en barracones, estructuras colectivas donde se asinaban decenas de personas en condiciones miserables.

Trabajaban desde el amanecer hasta el anochecer bajo la supervisión de mayorales armados con látigos. La alimentación era insuficiente, consistiendo principalmente en plátanos, boniatos y pequeñas raciones de carne salada. Las enfermedades eran rampantes y la esperanza de vida de un esclavo de campo raramente superaba los 40 años.

Dentro de este sistema brutal existían jerarquías. Los esclavos domésticos generalmente recibían mejor trato que los de campo. Los esclavos especializados, carpinteros, herreros, cocheros, ocupaban posiciones intermedias. Algunos amos permitían que ciertos esclavos de confianza vivieran en mejores condiciones, reconociendo que el buen trato podía aumentar la lealtad y productividad.

Sin embargo, lo que doña Catalina había establecido iba mucho más allá de estos patrones aceptables. Los siete hombres no solo recibían mejor trato, habían sido efectivamente removidos de la categoría de esclavos en todo, excepto en el estatus legal.

Vivían en habitaciones individuales dentro de la casa del amo, una proximidad física que violaba todas las normas de segregación espacial que mantenían las jerarquías raciales. Más perturbador aún para el orden establecido era el hecho de que estos hombres participaban en la toma de decisiones sobre la hacienda. Rafael, en particular había adquirido conocimientos y autoridad que lo convertían efectivamente en un coadministrador de la propiedad.

Esta inversión de roles desafiaba la premisa fundamental del sistema esclavista, que los africanos eran naturalmente inferiores e incapaces de funciones intelectuales complejas. El caso de la Hacienda Santa Isabel expone las intersecciones complejas entre poder, raza y género en la sociedad colonial cubana. Las relaciones sexuales a través de las líneas raciales eran omnipresentes en las sociedades esclavistas del Caribe. Prácticamente todas las haciendas tenían población mulata.

resultado de las relaciones casi siempre coercitivas entre ambos blancos y esclavas. Estas relaciones eran tan comunes que la sociedad colonial había desarrollado elaboradas categorías raciales para clasificar a los hijos de Estas Uniones, mulatos, cuarterones, octavones, cada término denotando el grado de mezcla racial.

Sin embargo, estas relaciones operaban bajo una dirección específica de poder. Eran hombres blancos quienes abusaban de mujeres esclavizadas. Las mujeres esclavizadas no tenían ninguna capacidad de consentir o rechazar estos avances. Su cuerpo era propiedad legal del amo, quien podía disponer de él como quisiera.

Esta violencia sexual sistémica era tan aceptada que raramente se mencionaba en los registros oficiales, considerándose simplemente parte del orden natural de las cosas. Lo que hacía el caso de doña Catalina absolutamente excepcional era la inversión de esta dinámica.

Una mujer blanca de la élite, manteniendo relaciones con hombres esclavizados negros, representaba una transgresión de múltiples tabúes simultáneamente. Primero, violaba las normas de pureza racial que la sociedad blanca consideraba fundamentales. La ideología de la supremacía blanca dependía de mantener la pureza de la raza blanca, particularmente de las mujeres blancas, quienes eran vistas como reproductoras de la siguiente generación de la élite.

Una mujer blanca que se contaminaba con sangre africana era vista como una traidora a su raza. Segundo, subvertía las jerarquías de género. Las mujeres blancas, aunque privilegiadas por su raza, estaban estrictamente controladas en su sexualidad. Se esperaba que fueran castas el matrimonio y fieles dentro de él. Las viudas debían permanecer en luto perpetuo, renunciando a la sexualidad.

Doña Catalina, al reclamar su autonomía sexual, desafiaba estas restricciones patriarcales. Tercero, y quizás más amenazante para el sistema, humanizaba a los hombres esclavizados. Al tratarlos como compañeros dignos de afecto e intimidad, doña Catalina implícitamente rechazaba la ideología que justificaba su esclavización.

Si los africanos esclavizados eran capaces de pensamiento complejo, sensibilidad emocional y relaciones humanas profundas, entonces, ¿cómo se podía justificar su reducción a propiedad? Sin embargo, es crucial reconocer las profundas ambigüedades morales del caso. Aunque doña Catalina transgredía ciertas normas sociales, lo hacía desde una posición de poder absoluto.

Los siete hombres seguían siendo legalmente su propiedad, no podían abandonar la hacienda. No podían rechazar sus avances sin arriesgar consecuencias terribles. No tenían ninguna autonomía real. La pregunta del consentimiento es, por tanto, profundamente problemática. ¿Puede existir verdadero consentimiento cuando una de las partes tiene poder de vida y muerte sobre la otra? Los hombres esclavizados pueden haber cooperado voluntariamente, incluso desarrollado genuinos sentimientos hacia la hacendada, pero estas emociones existían dentro de un contexto de coersión

estructural. Además, el privilegio que disfrutaban los siete hombres dependía completamente de la continuación del sistema esclavista. Su posición mejorada se compraba con la esclavización continuada de 300 otros hombres y mujeres en la misma hacienda. No había ninguna dimensión emancipatoria en lo que ocurría en la hacienda Santa Isabel.

era simplemente una variación extraña de la misma estructura opresiva. El año 1839 era un momento de tensiones crecientes en torno a la esclavitud en todo el mundo atlántico. En julio de ese mismo año, apenas 4 meses después de que don Francisco Mendoza descubriera el secreto de la hacienda Santa Isabel, ocurriría uno de los eventos más significativos en la historia de la resistencia esclava.

El 2 de julio, a bordo del barco negreiro Amistad, 53 africanos liderados por Sen Bepi, conocido como Sink, se rebelarían contra sus captores, matarían al capitán y tomarían control de la nave. El caso de la amistad se convertiría en una causa célebre internacional. Los africanos rebeldes serían eventualmente llevados a juicio en Estados Unidos, donde abolicionistas prominentes lucharían por su libertad.

En 1841, la Suprema Corte estadounidense fallaría a favor de los africanos, estableciendo que habían sido ilegalmente esclavizados y tenían derecho natural a luchar por su libertad. Este caso tendría repercusiones profundas en Cuba. Los esclavistas cubanos seguirían el juicio con horror, temiendo que estableciera precedentes peligrosos.

El hecho de que africanos esclavizados pudieran matar a blancos y luego ser declarados justificados por una corte estadounidense era aterrador para una clase propietaria que vivía en minoría numérica rodeada de una población masiva de personas esclavizadas. Las tensiones abolicionistas venían creciendo desde hacía décadas.

Gran Bretaña había abolido la esclavitud en sus colonias caribeñas en 1834, un evento que envió ondas de choque a través del Caribe español. En 1839 se fundaba en Londres la British and Foreign Antivery Society dedicada a internacionalizar el movimiento abolicionista. España había firmado tratados con Gran Bretaña, comprometiéndose a terminar el comercio de esclavos, aunque en la práctica estos tratados eran ampliamente ignorados.

Barcos negreros continuaban llegando a Cuba con cargamentos humanos, aunque cada vez con mayor secreto. Los ascendados cubanos sabían que su forma de vida estaba bajo amenaza. En este contexto, casos como el de la Hacienda Santa Isabel representaban amenazas múltiples.

No solo violaban las normas sociales, sino que también exponían las contradicciones del sistema esclavista. Si se hacían públicos, podían alimentar la propaganda abolicionista, proporcionando ejemplos de las perversidades morales del sistema. Las autoridades coloniales cubanas en 1839 estaban en una posición defensiva. Necesitaban proyectar una imagen de orden y control moral para contrarrestar las críticas abolicionistas.

Escándalos que revelaran las realidades complejas y a menudo sórdidas de las relaciones raciales en las haciendas eran exactamente lo que querían evitar. Esto explica por qué el caso de doña Catalina fue manejado con tanta discreción. Un juicio público habría sido desastroso. Habría expuesto no solo las transgresiones de una hacendada individual, sino las hipocresías sistémicas del orden colonial.

Era mucho mejor forzar el cumplimiento silencioso y mantener las apariencias de normalidad. Al mismo tiempo, la severidad de las medidas tomadas, la separación forzada de los siete hombres, su venta o reintegración brutal trabajo de campo demostraba cuán amenazante las autoridades consideraban la situación.

no podían permitir que se estableciera ningún precedente de que las barreras raciales eran negociables. El sistema esclavista dependía de la creencia en la absoluta diferencia e inferioridad de los africanos. Cualquier cosa que cuestionara esta creencia amenazaba toda la estructura.

Doña Catalina, al tratar a siete hombres esclavizados como iguales humanos dignos de afecto y respeto, había cometido una herejía ideológica. El caso de doña Catalina también arroja luz sobre el papel de las mujeres blancas en el sistema esclavista, un tema que ha recibido menos atención histórica que merece. Las mujeres blancas en las colonias esclavistas ocupaban una posición paradójica.

Por un lado, eran miembros privilegiados de la clase dominante, beneficiándose directamente de la explotación del trabajo esclavo. Por otro lado, estaban subordinadas a los hombres blancos dentro de estructuras patriarcales que limitaban severamente su autonomía. La propiedad de esclavos por parte de mujeres no era inusual. Muchas mujeres heredaban esclavos como parte de dotes matrimoniales o herencias.

Las viudas frecuentemente asumían el control de haciendas tras la muerte de sus esposos. En Cuba, en 1839, probablemente cientos de mujeres poseían esclavos. Las investigaciones históricas han revelado que las mujeres propietarias de esclavos podían ser tan brutales como sus contrapartes masculinos y a veces más. El poder de poseer otros seres humanos corrompía independientemente del género.

Hay registros de mujeres ascendadas que ordenaban castigos salvajes, que separaban familias esclavizadas sin remordimiento, que maximizaban la explotación sin consideración por el sufrimiento humano. Sin embargo, las mujeres propietarias también enfrentaban desafíos específicos de género. Su autoridad sobre los esclavos podía ser cuestionada de maneras que la autoridad masculina no lo era.

Los administradores y mayorales varones a veces resistían órdenes de mujeres propietarias. Las viudas eran presionadas a casarse nuevamente, transfiriendo así el control de la propiedad a un hombre. Doña Catalina había navegado estas complejidades con aparente éxito durante años. Había mantenido la productividad de la hacienda, incluso aumentándola. Había manejado las finanzas competente.

Había ejercido autoridad sobre cientos de personas esclavizadas y sobre sus empleados libres. En todos estos aspectos había demostrado capacidades que la ideología de género de la época negaba que las mujeres poseyeran, pero había cruzado una línea específica al establecer relaciones íntimas con hombres esclavizados.

Esta transgresión era imperdonable porque amenazaba la estructura racial del sistema de maneras que las transgresiones masculinas equivalentes no lo hacían. Cuando hombres blancos violaban a esclavas, reforzaban las jerarquías raciales y de género. Demostraban su poder absoluto sobre cuerpos racializados como inferiores.

Los hijos mulatos que resultaban eran generalmente absorbidos en la población esclava, no amenazando la pureza de la línea blanca. Pero cuando una mujer blanca tenía relaciones con hombres negros esclavizados, subvertía estas jerarquías. Elevaba a hombres negros a una posición de intimidad con la élite blanca. Si hubiera tenido hijos, estos habrían tenido reclamaciones potenciales sobre la propiedad de la familia, contaminando la herencia.

Por eso los embarazos de doña Catalina habían sido terminados. La posibilidad de un heredero mulato era impensable. El caso revela las maneras en que raza y género se entrelazaban en el sistema colonial. Las mujeres blancas eran simultáneamente privilegiadas por su raza y oprimidas por su género.

Podían ejercer poder brutal sobre personas esclavizadas, pero su propia sexualidad era estrictamente controlada. Doña Catalina había intentado reclamar autonomía sexual dentro de los confines del sistema, pero el sistema no podía tolerar esta particular transgresión. Los años siguientes a 1839 fueron testigos de transformaciones fundamentales que harían eco de las tensiones expuestas por el caso de la Hacienda Santa Isabel.

La década de 1840 vio un aumento en la resistencia esclava en toda Cuba. Hubo conspiraciones descubiertas, rebeliones sofocadas brutalmente, esclavos fugitivos formando comunidades y marronas en las montañas. La clase propietaria vivía en temor constante de una repetición de la revolución haitiana, donde los esclavos habían masacrado a la élite blanca y establecido la primera república negra del mundo. Las presiones abolicionistas internacionales continuaron creciendo.

La Marina Real Británica intensificó sus esfuerzos para interceptar barcos negreros. Los movimientos abolicionistas en Estados Unidos y Europa ganaban fuerza, aunque enfrentaban resistencia feroz. Cuba resistiría la abolición más tiempo que casi cualquier otra sociedad en las Américas.

La esclavitud no sería abolida en la isla hasta 1886, casi 50 años después de los eventos en la Hacienda Santa Isabel. Durante esas décadas, el sistema se volvería cada vez más brutal a medida que los ascendados intentaban maximizar ganancias antes del fin inevitable. Doña Catalina Mendoza de Velasco murió en 1854, 15 años después del descubrimiento de su secreto.

Pasó esos últimos años en relativa reclusión, administrando la hacienda, pero sin participar en la vida social de la élite local, como había hecho antes. Su hija Isabel se casó con un comerciante español y se mudó a la Habana, distanciándose de la hacienda y su historia. En su testamento, doña Catalina dejó disposiciones para que tres esclavos domésticos recibieran la libertad tras su muerte. Ninguno de ellos era uno de los siete hombres del ala privada.

Esta omisión sugiere que quizás la separación había sido tan dolorosa que prefería no reconocerlos ni siquiera en su acto final. De los siete hombres, los destinos son en su mayoría desconocidos. Rafael, vendido a una plantación azucarera en el oriente de Cuba, desaparece completamente de los registros históricos después de 1840. La ausencia de información probablemente significa que murió en los campos, como tantos miles de esclavos cuyas vidas y muertes nunca fueron registradas. Dos de los hombres que permanecieron en la hacienda Santa Isabel hasta la abolición

en 1886 sobrevivieron para ver la libertad. Para entonces tenían más de 70 años. habiendo pasado toda su vida en esclavitud. La libertad les llegó demasiado tarde para disfrutarla plenamente, sin educación formal, sin propiedades, sin recursos en una sociedad que seguía siendo profundamente racista.

La Hacienda Santa Isabel continuó operando hasta finales del siglo XIX. Después de la muerte de doña Catalina, fue administrada por sobrinos y eventualmente vendida. Con la abolición de la esclavitud y la crisis de la guerra de independencia cubana. Muchas haciendas cafeteras colapsaron económicamente. La hacienda Santa Isabel fue abandonada a principios del siglo XX.

Hoy las ruinas de la Casa Grande todavía se pueden visitar en las afueras de Artemisa. Los muros de piedra permanecen cubiertos de vegetación tropical. Las habitaciones donde vivieron los siete hombres han colapsado, pero su ubicación aún puede discernirse en la estructura arquitectónica.

Es un lugar de memoria silenciosa, testigo de una historia extraordinaria que desafía categorizaciones simples. La historia de doña Catalina y los siete hombres esclavizados no tiene héroes ni ofrece lecciones reconfortantes. Es una historia de vidas humanas atrapadas y distorsionadas por un sistema fundamentalmente inmoral.

nos recuerda que la esclavitud no solo brutalizaba a las personas esclavizadas, aunque ellas sufrían incomparablemente más, sino que también corrompía profundamente a las sociedades que la practicaban. Las consecuencias de ese sistema de injusticia todavía resuenan en las Américas más de siglo y medio después de su abolición formal.

Las jerarquías raciales establecidas durante la esclavitud persisten en formas transformadas. La riqueza acumulada a través de la explotación del trabajo esclavo continúa beneficiando a los descendientes de los esclavistas, mientras los descendientes de los esclavizados enfrentan desventajas estructurales.

La historia de la Hacienda Santa Isabel nos desafía a considerar como el poder, la raza, el género y la sexualidad se entrelazan de maneras complejas. Nos recuerda que incluso en los actos de resistencia o transgresión individual, las estructuras sistémicas de opresión tienen formas de perpetuarse y nos obliga a reconocer que la humanidad plena de las personas esclavizadas existía independientemente de si sus opresores elegían reconocerla.

En el silencio de las ruinas de la Hacienda Santa Isabel permanece el eco de vidas vividas en circunstancias de indignidad impuesta, de amores imposibles bajo coersión estructural, de autonomías reclamadas dentro de sistemas diseñados para negarlas y de la resistencia humana fundamental a ser reducido a propiedad, sin importar cuánta violencia se emplee para mantener esa reducción. M.