Me acosté con un extraño cuando tenía 62 años… Y a la mañana siguiente, la verdad me dejó conmocionado…


Cuando cumplí 62 años, la vida parecía tranquila y sin incidentes. Mi esposo se había ido por muchos años y mis hijos ahora tenían sus propias familias, demasiado ocupadas para visitarlas con frecuencia.

Vivía solo en una pequeña casa en las afueras de la ciudad. Por las noches, me sentaba junto a la ventana, escuchando el suave canto de los pájaros y observando la luz dorada del sol que se extendía por la calle vacía. Era una existencia pacífica, pero debajo de esa superficie tranquila había algo que rara vez me atrevía a reconocer: la soledad.


Nadie lo recordaba, ni una sola llamada, ni siquiera un simple “feliz cumpleaños”. Entonces, en un impulso repentino, decidí tomar un autobús nocturno a la ciudad por mi cuenta. No tenía ningún plan, solo el deseo de hacer algo fuera de lo común, algo un poco audaz antes de que el tiempo se escapara.

Entré en un pequeño bar que brillaba con una cálida luz amarilla. La música era suave, el aire suave. Eligiendo un asiento en la esquina, pedí una copa de vino tinto. Habían pasado años desde la última vez que probé el alcohol; La dulzura aguda se extendió por mi lengua y me calmó.

Mientras observaba a la gente ir y venir, noté que un hombre caminaba hacia mí. Parecía tener poco más de cuarenta años, con algunos mechones grises en el cabello y una expresión tranquila y pensativa. Sonrió y preguntó cortésmente: “¿Puedo invitarte a otra bebida?”

Me reí y respondí a la ligera: “No me llame ‘señora’, no estoy acostumbrado”.

Nuestra conversación fluyó sin esfuerzo, como si nos conociéramos de toda la vida. Me dijo que era fotógrafo, que acababa de regresar de un largo viaje. Hablé de mi juventud y de los viajes que una vez soñé hacer, pero nunca lo hice. Tal vez fue el vino, o la forma en que me miró, pero sentí una atracción desconocida, una calidez que no había conocido en años.

Esa noche, me emborraché, así que me llevó a un hotel. Por primera vez en mucho tiempo, sentí el consuelo de los brazos de otra persona, la sensación de ser abrazado. En la penumbra, no hablamos mucho; Me quedé dormido sin saberlo.

A la mañana siguiente, la luz del sol se deslizó a través de las delgadas cortinas, rozando mi rostro con un suave calor. Abrí los ojos y me volví, listo para dar los buenos días, pero el espacio a mi lado estaba vacío. La almohada aún tenía un tenue hueco, un rastro de calor que se desvanecía.

Sobre la mesita junto a la cama había un sobre blanco. Mis manos temblaron ligeramente cuando lo abrí. Dentro había una fotografía: yo, dormido, mi rostro tranquilo en el resplandor dorado de la lámpara. Debajo había algunas líneas escritas a mano:

“Dormiste tan tranquilamente. Anoche, no hice nada, solo me senté a tu lado, te cubrí con una manta y te vi descansar. Supuse que tal vez tuviste un día triste y solo quería que tuvieras una noche tranquila”.

Me quedé mirando las palabras, mi corazón se apretó. Había más líneas a continuación, escritas con letra más pequeña y suave:

“Hay algo más que debo confesar. Ya sabía quién eras, no de anoche, sino de hace mucho tiempo. Hace años, escuché a mi padre contar historias sobre la mujer que una vez amó y nunca olvidó. Cuando te vi en el bar, te reconocí al instante. Mi madre falleció hace dos años y, desde entonces, mi padre ha vivido solo, en silencio, como una sombra de sí mismo.

 

 

Si tú también te sientes solo, si todavía hay un pequeño rincón de tu corazón para el pasado, por favor, reúnete con él de nuevo. Ambos merecen algo de felicidad en el tiempo que queda”.

Al final de la nota, había escrito un nombre y su número de teléfono.

Durante un largo rato, me senté allí en silencio. Mi corazón temblaba, no por vergüenza o confusión, sino por una ternura extraña e inesperada. Volví a mirar la foto: la mujer que aparecía en ella ya no parecía sola. Parecía cuidada.

Esa tarde, abrí un viejo cajón y encontré la libreta de direcciones gastada que no había tocado en años. Mis dedos temblaron mientras marcaba el número que una vez supe de memoria.

Cuando la línea se conectó, una voz vacilante y familiar dijo: “¿Hola?”

Respiré hondo y sonreí a través de mis lágrimas.
“Soy yo”, susurré. “Ha pasado mucho tiempo. Quizás… todavía nos debemos una puesta de sol más”.

 

 

Fuera de la ventana, la luz de la tarde se derramaba por la calle tranquila. Por primera vez en muchos años, mi corazón se sintió ligero, como si la vida me hubiera dado una segunda oportunidad, incluso ahora, cuando pensaba que todas las oportunidades se habían ido.