“Ella murió vestida de blanco, pero sus mejillas aún estaban sonrojadas… el secreto oscuro de la boda perfecta”
Tatiana cruzó el umbral de la morgue en el mismo momento en que los primeros rayos plateados de la mañana se deslizaban por las paredes de concreto, como si anunciaran algo inusual. Su turno apenas comenzaba, pero en cuestión de minutos todo alrededor se transformó en una escena digna de una película dramática. Una ambulancia se detuvo frente al edificio, su sirena cesó bruscamente, como si la naturaleza misma se hubiera congelado en anticipación. Y justo detrás, como por arte de magia, llegó toda una procesión nupcial: limusinas blancas impecables adornadas con flores frescas, cintas ondeando al viento como símbolos de esperanza, amor y felicidad. Pero esta vez, la felicidad había llegado a las puertas de la muerte.

Los colegas de Tatiana, atraídos como por un imán, salieron de la morgue a la calle. Nadie podía creer lo que estaba sucediendo: una boda en la morgue —no solo una rareza, sino algo salido del reino de la fantasía, casi un acontecimiento místico. El aire colgaba pesado de silencio, lleno de ansiedad y desconcierto. La gente susurraba, señalaba con los dedos, y algunos incluso sacaban sus teléfonos para capturar ese momento absurdo. El cambio de turno había comenzado, por lo que toda una multitud se reunió afuera: enfermeras, celadores, patólogos, todos con idénticas batas blancas, como fantasmas presenciando la irrupción de la vida en el reino de los muertos.
Tatiana permanecía aparte. Estaba junto a la pared, ligeramente en la sombra, como si temiera ser notada. Había empezado ese trabajo hacía poco y, a sus espaldas, no había ni sonrisas amistosas ni saludos cálidos. Sus colegas la miraban de reojo, intercambiaban miradas, pero hablaban poco. Sin embargo, todos sabían —ella había estado en prisión. Nadie lo decía en voz alta, nadie hacía preguntas directas, pero los susurros corrían por los pasillos como niebla: “Es una asesina”, “Cumplió condena por su marido”, “Estuvo en la cárcel por asesinato, ahora limpia pisos”. Esas palabras colgaban en el aire como gotas pesadas antes de una tormenta.
Tatiana no quería ser el centro de atención. Solo quería sobrevivir. Liberarse del pasado, empezar de nuevo. Pero su pasado no era solo oscuro —estaba lleno de dolor, soledad y crueldad. Pasó seis años en prisión, cumpliendo una condena de siete por matar a su esposo. No por robo, no por fraude —sino por el acto desesperado de tomar un cuchillo y defenderse en un momento de terror extremo.
Su matrimonio había durado apenas un año. La boda fue hermosa, como un cuento de hadas: vestido blanco, sonrisas, champán, brindis. Pero ya al segundo día después de la ceremonia, la máscara del marido sonriente se deslizó. Se convirtió en una bestia —grosero, cruel, despiadado. Tatiana era huérfana, criada en un orfanato, sin familia, sin nadie que la defendiera. Cada día se volvió una tortura. Golpes, humillaciones, miedo —todo se volvió su realidad cotidiana. Y un día, cuando él volvió a alzarle la mano, su mente se quebró. El cuchillo brilló en su mano como un relámpago, y todo terminó.
El juicio fue severo. Los parientes del esposo, numerosos e influyentes, exigieron el castigo más duro. Pero la jueza —una mujer anciana con ojos penetrantes y voz cansada— dijo ante toda la sala:
“Por esto no se va a prisión. Por esto, la gente da las gracias. El mundo se ha vuelto más limpio.”
Recibió siete años. Seis años después, libertad condicional. Pero el mundo tras las rejas era más fácil que el mundo afuera. Nadie quería contratar a una exconvicta. Ni en un café, ni en una tienda, ni como limpiadora. Todas las puertas cerradas. Y solo por casualidad, al pasar frente a la morgue, vio un cartel: “Se necesita celador. No se requiere experiencia. Sueldo por encima de la media.” El corazón se le encogió. Era una oportunidad. Se presentó, contó honestamente su historia, esperando el rechazo. Pero la aceptaron. Sin palabras de más, sin juicios.
El trabajo era duro. Las primeras noches se despertaba empapada en sudor frío, escuchando portazos y pasos de guardias en sueños. Pero poco a poco, el miedo se desvaneció. Especialmente después de las palabras del viejo patólogo Petr Efremovich —delgado, canoso, con un rostro surcado de arrugas como un mapa de la vida.
“Teme a los vivos, chica,” le dijo una vez con una sonrisa, “estos ya no tocan a nadie.”
Esas palabras se convirtieron en su mantra. Empezó a ver a los muertos de otro modo —no como fantasmas, sino como aquellos que ya habían atravesado el dolor, el miedo y el sufrimiento. Ellos estaban en paz. Y ella —seguía luchando.
Y ahora, en ese día extraño, trajeron a una novia a la morgue. En una camilla, cubierta con una sábana, con flores en las manos, en vestido de novia como una princesa dormida. A su lado estaba el novio —joven, apuesto, pero con unos ojos en los que la luz se había extinguido. No lloraba. Solo miraba. Su mirada estaba vacía, como si su alma ya se hubiera ido, dejando el cuerpo en pie en la tierra. Los parientes trataban de apartarlo, pero él se resistía, como un hombre incapaz de creer en la realidad. Cuando finalmente lo alejaron, se volvió a mirar la morgue como si fueran las puertas del infierno.
Tatiana oyó a los celadores hablar: la novia había sido envenenada por una amiga de la infancia. Aquella que estuvo en la boda, sonriendo pero con veneno en el corazón. Resultó que el novio una vez la había amado, pero luego conoció a la novia —y todo cambió. La amiga no pudo soportar la traición, no aceptó que otra ocupara su lugar. Y ahora, tras el arresto, perdió tanto al amor como a la amiga para siempre.
Tatiana pasó junto a la camilla y se quedó helada un instante. La chica era deslumbrantemente hermosa. Su rostro no estaba distorsionado por el dolor; al contrario —brillaba de calma, como si simplemente durmiera. Su piel estaba fresca, rosada, como después de un largo sueño. Algo no cuadraba. Un cadáver no se ve así.
“Tatiana, termina en esa sala, limpia aquí y cierra,” la voz de Efremovich interrumpió sus pensamientos.
“¿No harán la autopsia hoy?” preguntó ella.
“No, debo irme urgente. Vendré temprano mañana.”
“Entendido.”
“Bien. Estos no tienen prisa,” bromeó él. “Así que esperarán.”
Sus palabras la hicieron reflexionar. Quizá, en efecto, trabajar entre muertos convierte a la gente en filósofos. Allí, cada día uno se enfrenta al final —y empieza a valorar cada instante de la vida.
Cuando terminó de limpiar, salió a tomar aire. El aire estaba fresco, limpio. Y entonces lo vio —el novio. Estaba sentado en un banco frente a la morgue, encorvado como un anciano. Su figura parecía parte de la noche, fundida con el crepúsculo.
“¿Puedo ayudarte en algo?” preguntó ella en voz baja.
Él levantó la mirada lentamente.
“¿Puedes llevarme con ella?”
“No, no puedo. Me despedirían. Y nadie más me contrataría.”
Asintió, como si no le sorprendiera.
“¿Por qué no te llevan contigo?”
Tatiana lo miró y decidió ser honesta:
“Acabo de salir de prisión. Maté a mi esposo.”
Él volvió a asentir.
“Triste. ¿Ya la han autopsiado?”
“No. Mañana.”
“No quiero irme. Cuando la entierre… quizá me vaya también.”
“¡No puedes hablar así!” exclamó ella. “Es duro, pero tienes que vivir.”
“Ya lo he decidido,” dijo él, apartando la mirada.
Ella comprendió —no podría convencerlo. Pero un pensamiento le cruzó la mente: debía avisar a su familia. Tenían que saber en qué estado se encontraba.
Al volver adentro, de pronto notó: la mano de la novia yacía de forma antinatural. El cuerpo parecía demasiado… vivo. Tatiana se acercó, tocó con cuidado la mano —y gritó. Estaba tibia. Suave. Como la de una persona dormida. La morgue siempre está fría. Los cuerpos deberían estar helados. Eso era imposible.
Corrió hacia su bolso, el corazón desbocado. Encontró un espejo —viejo, agrietado. Volvió, lo sostuvo frente al rostro de la chica. Y en ese instante —se empañó. Respiración. Débil, casi imperceptible, pero allí estaba.
“¡Valera!” gritó, corriendo hacia el joven celador. “¡Ven conmigo!…”